La luz tan delgada y sola

Yo pienso en Zambrano, en su aproximación al «claro del bosque» donde lo bello abismado espera.

Keila Vall de la Ville

A Keila, por intuir el claro.

Preguntarse por el sentido de la propia escritura, cada tanto, es sano. ¿Por qué escribo? ¿Para qué escribo? Ahí están, origen y destino, el arco y la diana. Sin ellos la flecha está en lerdo reposo, y la literatura, como la vivo, es tenso reposo en el arco.

No es fácil responder a estas preguntas. Es más, ni siquiera creo que sea necesario hacerlo. Basta con enunciarlas y que fluya la inquisición de ideas que se interrogan mutuamente. Como filósofo, nunca me preocupan tanto las respuestas como las preguntas bien formuladas. Sé que si una pregunta ha sido bien edificada, alguien —no enfáticamente yo—, tarde o temprano, podría dar con la respuesta que se voltee contra su pregunta y la reinterrogue, derribando el edificio de la falsa seguridad.

Además, está el asunto de la intrasferibilidad de las cuestiones existenciales. Mis asuntos son mis asuntos y de nadie más porque nadie más cuestionará la vida en modo idéntico al mío. Por ejemplo, cuando yo me pregunto para qué escribo, no hay en ese horizonte una exclusiva humanidad lectora. No soy de los autores que confunden el para qué con el para quién. La humanidad horizonte de mi para qué no es solo lectora, sino absoluta. Hay quien nunca leyó a Churchill y repite aquello de «sangre, sudor y lágrimas». Somos tan vanidosos que creemos que la literatura se agota en unos cuantos lectores.

La literatura, decía Kafka, es una «expedición a la verdad», por tanto, su escritura se convierte en una cuestión existencial, al menos para mí. En este sentido, me resulta vital cuestionar los extremos causales de aquella. Yo asumo la literatura como una vía de autoconocimiento: me exploro en las posibilidades últimas del lenguaje y, por tanto, lo hago interpelando el misterio que soy en una dimensión ontológica del lenguaje poético, esto es, dilucido mi ser en el ser de las palabras, pero sin el afán y ambición de desatar los límites del misterio. Cuando se interroga el misterio, este crece y se hace aún más elusivo.

Habitar en esa niebla limítrofe del lenguaje, entre los aullidos de lo insondable con vocación de locura y el sereno rumor de lo que tiene el aplomo de las cosas puestas en su lugar, es una experiencia a la que aspiro en mi cotidiano ejercicio de la palabra y, ciertamente, creo estar cada vez más cerca de un verbo que busca descoyuntarse en la semiosis postergada, es decir, en la comprensión tardía de sus signos, en la asincronía entre enunciación y enunciado.

Sé que a veces soy incomprendido por perseguir algo que pareciera ser la negación del lenguaje y del ser de la literatura, pero estoy convencido de que solo quien viaja a las fronteras del ser —sí, en plural— puede atisbar desde allí otras posibilidades. Si tuviera que decir qué es para mí la literatura, diría que mirar desde mi periferia ontológica, una peligrosa mirada al misterio, pero ¿acaso vale la pena vivir ayuno de misterio y su peligro?

Desde ese borde último de mí miro y espero algo que ignoro. La mía no es la mirada inquisidora del científico, ni la reflexiva del filósofo, ni siquiera la creyente del religioso. La mía es una mirada abismada y perpleja, y cuando lo que espero me alcance, solo seré, sin juicios ni más preguntas. Por qué y para qué serán entonces absurdos retóricos. En ese momento ya no tendrá sentido el juego interpelativo porque lo que sea que esté más allá de mí y mis posibilidades en el verbo seré yo mismo, finalmente, emancipado de las palabras.

Mi escritura, paradójicamente, es una inmensa despedida de mí mismo, es un viaje hacia una libertad en la que las palabras ya no me necesiten ni yo a ellas. Ellas tan pobres como son al dárseme, yo tan torpe como soy al recibirlas. Ellas y yo finalmente seremos en un modo pleno. Seré entonces el todo en la nada de la palabra, y descubriré que viví para diluirme en esa plenitud sin mí.

Sé que en algún lugar hay un mundo donde las palabras son pura luz, donde un verso es un fulgor hecho de escalas de luminosas reverberaciones posibles de leer solo en la tensión del alma a punto de romperse, un mundo donde la literatura es una pradera de centellas que atomizan la eternidad que somos, un mundo donde el silencio no es esta muerte de voces que a veces tanto me aturde, sino el primer segundo del parto de un universo de nuevos lenguajes de iridiscencia.

Yo creo que es posible llegar allí del mismo modo que en este texto ascendí de la vulgaridad inquisidora de la filosofía a la pobre aspiración metafórica de la poesía. Más arriba, largamente más arriba, en el Everest del ascenso abstractivo, sé que está esa luz, tan delgada y sola. Una vez la vi en sueños, y en ella estaba toda la belleza que puede soportar un dios, las eternidades que somos y no creemos ser. Y cuando al fin la alcance, ya no sentiré más esta urgencia de ser ni temeré doblar mi alma en un origami de luz, el poema que aspiro ser en esa página ahora imposible, porque habré ascendido hasta allí desde mis más oscuros abismos, con el solo recuerdo de ese fulgor, con esta nostalgia con que a diario vivo.


Comentarios: Para dejar un comentario, vaya al final de la página.

Alayón, Jerónimo. «La luz tan delgada y sola». ViceVersa. 15 de marzo de 2021. https://bit.ly/3bNKfIL

© 2021 ViceVersa Magazine

Imagen de cabecera: © 2017 Stefan Keller.

Suscríbete al blog para estar al día:

Únete a otros 5.105 suscriptores

Publicaciones Similares