La majestad docente, de Jerónimo Alayón.

La majestad docente

Al Prof. Gastón Larrazábal, in memoriam.

Cuando uno tiene maestros ejemplares es una deshonra no ser otro de ellos. Al profesor Gastón Larrazábal lo conocí en octubre de 1991 cuando él dictaba la cátedra de Didáctica. Cursaba yo por entonces el IV año de Letras en la Universidad Católica Andrés Bello y se empezaba a abrir para mí un mundo de vivencias intelectuales sin precedentes. Supe que tenía en frente a un maestro —y no a otro profesor del montón— cuando en las primeras de cambio soltó aquello de que «nada hay más caro a un educador que preservar la majestad docente». Yo quedé perplejo. No sabía si había oído a un iluminado o a un enajenado mental. A veces ambos se dan cita en el genio de las grandes almas.

Al año siguiente, el Prof. Larrazábal fue el catedrático de Prácticas Docentes. Tuve el honor de ser su alumno por dos años consecutivos, y también la alegría de haberle obsequiado en ambas ocasiones la máxima calificación en mi desempeño. Mayúscula sería mi sorpresa cuando me hice docente de Castellano y Literatura en el mismo colegio donde había cursado mi primaria y secundaria, el San Agustín de El Marqués —en Caracas— y me lo topé al frente del Departamento de Control de Estudios. Entonces sobrevino la amistad, una amistad luminosa.

De aquellos años me quedó el ejemplo de un hombre sencillo y hondo en su modo de ser, exigente y sensible en su proceder docente, cálido y atento en la amistad y, por sobre todo, conocí de viva permanencia el significado de la «majestad docente». A veces, cuando lo recuerdo y contemplo el desolador panorama de la educación en mi país, el modo como esta es sometida al vil estupro a manos de quienes se dicen —a veces sin formación docente— educadores, tengo en mi nostalgia la tentación de exclamar con Jorge Manrique: «cómo a nuestro parecer / cualquier tiempo pasado / fue mejor».

Pero ¿qué es —o era— la majestad docente? El señor Google parece no dar mucha cuenta de ello, de modo que hemos empezado con el pie izquierdo. Así de raro es ya el asunto… Quizás una anécdota resuma en sí misma, con el poder del recuerdo que lucha contra sus pálidos contornos, lo que era la majestad docente para el Prof. Larrazábal.

Estábamos ambos conversando en su despacho cuando un alumno ingresó atropelladamente a increparle que lo había aplazado por una décima de punto. En mi país —para que me entiendan los que no están familiarizados con nuestras rutinas académicas— se aplaza con 9, 4 sobre 20 puntos. Aquel alumno «exigía», a cuenta de no sé qué argumento peregrino,  que le regalasen una décima para alcanzar la mediocre salvación del 9,5.

El Prof. Larrazábal lo escuchó impertérrito, y lo que siguió fue una retahíla de ejemplos en los que una décima de centímetro hacía la «diferencia entre lo posible y lo imposible». Dijo, por ejemplo, que en una cirugía de cerebro un error milimétrico podría dejar inválida a una persona, que una pieza automotriz no encajaría en su asiento si era un milímetro más ancha, y terminó magistralmente diciéndole al mediocre de marras que era evidente que él nunca habría podido ser Pierre Vernier, el matemático francés que inventó la escala de precisión… En aquella décima de punto reposaba toda la majestad docente del Prof. Larrazábal.

Yo he cumplido el 15 de enero pasado treinta y un años de ejercicio docente, y estoy cansado ya… No de mis alumnos ni de impartir clases, tampoco del arduo trabajo que supone seguir leyendo en un país que conspira en todos sus rincones contra otra majestad, la del saber… Estoy cansado del terrorífico espectáculo de la docencia arrastrada por los cabellos en medio de las carcajadas desdentadas de una sociedad que olvidó ya a sus más próceres maestros. A veces me pregunto si yo merecía haber visto tanto… el horror de la ignorancia y la barbarie elevadas a dignidad y cima hueca…

Mi padre siempre dijo de mí que era más testarudo que una mula catalana. Pues sí, lo llevo en la sangre: lo de testarudo, lo de mula y lo de catalán. Es seguramente por ello que no abandono la docencia aunque me asista todo el derecho del mundo a hacerlo. Ese día, no obstante, llegará, y pronto. Entonces haré lo que siempre he hecho cuando me asedian los negros presagios de la mediocridad: irme en silencio. Eso, el silencio, es siempre alcázar de los solitarios, y me temo que la soledad sea el inevitable destino de las almas exigentes…


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Alayón, Jerónimo. «La majestad docente». ViceVersa Magazine, 15 de febrero de 2021. https://bit.ly/3b3XdjU

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