«Natura non facit saltus» y la academia

Elementos introductorios

«Natura non facit saltus» (la naturaleza no obra por saltos). Esta frase es de vieja data. Se presume que fue acuñada por primera vez en 1613 por Jean Poyet, escritor francés, en su obra Discours véritable de la vie, mort, et des os du géant Theutobocus.[1] Luego fue utilizada por muchos científicos y filósofos, entre los que cabe destacar al naturalista británico John Ray , el físico inglés Isaac Newton, el filósofo alemán Gottfried Leibniz, el naturalista sueco Carlos Linneo, el naturalista Charles Darwin y el economista Alfred Marshall (ambos británicos). La sentencia se ha utilizado para defender en diversas disciplinas el gradualismo evolutivo.

La conocí leyendo a Leibniz. Estaba en el penúltimo año de la secundaria y desde entonces me ha acompañado. Al leerla sentí un fogonazo en mi cabeza: había descubierto un principio fundamental de la vida: la certeza de que todo es posible si avanzamos gradualmente, con disciplina, la misma que ostenta la naturaleza en el progresivo abrir del capullo de una rosa o en la paulatina descomposición del leño caído hasta convertirse en humus. Y había descubierto el valor del tiempo como fiador de la sentencia leibniziana.

Años más tarde entendería, no obstante, que la máxima naturalista tiene sus excepciones: la más contundente de todas, quizá, la física cuántica. Pese a ello, la sentencia sigue teniendo para mí el valor prístino que en su día ostentó.

El problema de la inteligencia vs la voluntad

Como catedrático, puedo dar testimonio del gradualismo evolutivo. Al principio de cada semestre mis alumnos están en cero. Al cabo del mismo, han recorrido un camino colmado de esfuerzos y plagado de altibajos. Con frecuencia me sucede que puedo distinguir al alumno de inteligencia superior de aquel que no la posee. Ambos se esfuerzan de modos distintos: a uno casi no le cuesta comprender, al otro le resulta muy difícil y hasta tortuoso. Al cabo, ambos pueden obtener la máxima calificación. ¿Qué los diferencia? La fuerza de voluntad.

Creo que hemos sobrevalorado académicamente la inteligencia en desmedro de la voluntad. La primera nos muestra hacia dónde debemos ir, en tanto que la segunda nos enrumba en dicha dirección, solo que, en la educación, el destino ya ha sido fijado por el profesor, con lo cual, en términos prácticos, apenas resta dirigirse hacia él. Una inteligencia superior permite comprender más rápida y agudamente hacia dónde quiere el docente/sistema que avancemos, el objetivo de aprendizaje. Pero, en ningún caso, asegura que el mismo sea alcanzado si no hay cierta dosis de voluntad.

Ahora bien, en aquellas situaciones no estructuradas académicamente, esto es, en la vida cotidiana y sus problemas, un plus de inteligencia podría marcar la diferencia entre saber hacia dónde avanzar en pos de una resolución o perderse en el marasmo existencial. De todos modos, aun en estos casos, hará falta fuerza de voluntad para despejar la incógnita del problema y concretar su solución. He conocido personas muy inteligentes que han deducido de modo brillante cómo resolver un problema vital, pero a las que después les faltó el impulso volitivo para hacerlo realidad.

Regresando al campo académico, cuando somos investigadores no tenemos una ruta prefijada, pese a que exista eso que llamamos proyecto de investigación. Es como planificar, mapa en mano, una expedición a una ciudad ignota. En el papel están las calles, sus nombres, los parques, puentes, ciertas edificaciones, y todo a escala, pero no están los accidentes del camino. Cuando iniciamos la marcha, descubrimos que estos pueden condicionarnos el viaje. Entonces la inteligencia puede decirnos cómo sobrepasarlos. No de otro modo ocurren los hallazgos científicos.[2] También en estos casos hace falta el impulso volitivo: primero para descifrar el enigma cognitivo, y luego para materializar la solución.

Gradualismo, temporalidad y madurez

La ciencia es un continuum de inteligencia más voluntad. Una sin la otra son un desastre. Por ello, tal vez, las dictaduras —que son voluntarismo puro sin inteligencia— sean tan enemigas de los templos del saber y de la ciencia: las universidades. Ahora bien, este continuum posee dos condiciones inherentes a sí, razón por la cual su ausencia puede permitirnos hablar de mala ciencia: gradualismo y temporalidad.

Todo conocimiento requiere de una progresión gradual en sus dos dimensiones: docente (enseñanza) y discente (aprendizaje). Incluso en aquellos casos experimentales —que a mí me fascinan— en los que se aborda el proceso de enseñanza/aprendizaje a saltos (por ejemplo, cuando el programa de la cátedra se inicia in media res, ‘en el medio del asunto’), se precisa de una organización macro que permita reordenar dicho conocimiento. La progresividad gradual del conocer es una garantía de aprendizaje sólido y profundo.

A menudo comparo esto con el hecho de llenar con agua un recipiente de escasa profundidad desde una altura considerable. Si vertemos el líquido abruptamente, este golpeará contra el fondo primero, luego contra las paredes laterales y la energía cinética del flujo de agua hará que esta salte fuera del recipiente. Solo si vertemos el líquido con un flujo apropiado y gradual, lograremos llenar el envase sin desparramar el agua.

Ahora bien, todo proceso debe ocurrir sobre una línea de tiempo. Este es el gran fiador del gradualismo evolutivo. Aquí no sirven las escalas. Si un proceso de estudio requiere de meses para culminar óptimamente, no será posible hacerlo en unas pocas semanas para cumplir alguna expectativa. Este es un problema que con frecuencia enfrenta la ciencia cuando es financiada por la empresa privada: generalmente los tiempos del mercado y del saber no van de la mano. La maduración de cualquier progresión académica requiere inexcusablemente de un tiempo mínimo. Y si bien la naturaleza a veces, solo a veces, obra por saltos, los procesos cognitivos no admiten por agentes suyos a saltimbanquis y zanqueadores.


Notas

[1] Jean Poyet. «Discours véritable de la vie, mort, et des os du géant Theutobocus», en Variétés historiques et littéraires, de Édouard Fournier, t. IX, Paris : Guiraudet et Jouaust, 1859, 248. La frase de Poyet, en cuestión, es citada solo parcialmente, ya que completa dice: «Natura enim in suis operationibus non facit saltum» (ciertamente, la naturaleza, en sus operaciones, no hace saltos). De Poyet apenas hay noticias, pero en su discours asegura de la frase que es un «axiôme», lo que podría hacer pensar que ya era de uso corriente para la época.

[2] Aunque, hay que decirlo, hay descubrimientos científicos que ocurren por serendipia, esto es, por casualidad: buscando una cosa se llega accidentalmente a otra (la penicilina, el horno microondas y los rayos X son ejemplos de ello).


Cómo citar este artículo

Alayón, Jerónimo. «“Natura non facit saltus” y la academia». ViceVersa Magazine. 16 de diciembre de 2019. www.viceversa-mag.com/natura-non-facit-saltus-y-la-academia/.

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