Niebla

Mi relación con la niebla es de vieja data. Mi primer encuentro con ella fue a poco de muerto mi padre, a mis catorce años, en un viaje —el primero— a Colonia Tovar desde Caracas. Aquel contacto, sin embargo —ni los siguientes—, fue realmente significativo. Como en casi todo lo que compromete el sentido existencial, suele haber una reláfica de indiferencias que anteceden a lo significante y al momento en que esto se constituye como tal. Aquellas primeras visitas a mi gaseosa amiga tenían aún el vacío de lo que por entonces era yo…

Recuerdo perfectamente el primer encuentro cargado de significado. Fue en una buhardilla del hotel Edelweiss, una fría mañana de noviembre de 1993. Llevaba todo aquel año viajando los domingos a Colonia Tovar, pues intentaba recoger la literatura oral de este entrañable pueblo germanovenezolano. Un cuarteto francés de cuerdas, devenido en quinteto, tocaba una pieza de mi particular gusto (el Concierto para piano núm. 21 de Wolfgang Amadeus Mozart) cuando la niebla cruzó la estancia de lado a lado, entre dos ventanas, interponiendo su vaporosa belleza entre los músicos y su audiencia. Nunca podré describir con suficientes palabras el caleidoscopio de sensaciones que el recuerdo de aquella escena suscita en mí. Hay una hermosa imposibilidad del decir que hace tan mío lo que guarda…

Lo que puedo asegurar es que aquel día, al abrigo de aquella gaseosa calidez, nacieron en mí dos cosas importantes: un amor profundo por ese lugar que es mi segunda patria, Colonia Tovar, elegida además en la más absoluta soberanía del corazón que ama lo que elige, y una amistad —verdadera, profunda y entrañable— que sostuve hasta su muerte con don Leopoldo Jahn Montauban. A él lo conocí en aquel concierto, y supe en seguida que sería un amigo y un cómplice de aventuras culturales. Pasó el tiempo y en 1996 yo estaba mudado a la niebla, sin saber aún la vastedad de su implicación existencial en mí.

La niebla. ¿Cómo definirla? Es mi alma reflejada en el mundo, y la cruzo en la escucha de su silencio húmedo. Mi relación con ella es un compromiso ontológico. Ella me redibuja a cada instante. Creo que no exagero si reconozco que nunca soy más yo mismo que cuando me pierdo en su soledad. Caminar por su entraña gaseosa, sin nada al frente más que su diurna blancura, y avanzar sabiendo que cada paso es una revelación, constituye una metáfora de lo que soy.

 Cada vez que mi rostro reconoce su húmeda presencia, soy mejor. La niebla tiene ese efecto en mí. Su soledad no es triste ni melancólica, mucho menos devastadora o inquietante. Ella me revela una intuición que no podría alcanzar de otro modo porque es la luz y la belleza habitadas por el presentimiento. En ella reconozco la presencia de algo a lo que no se llega en manada porque exige individuación: la intuición estética.

Contemplar la niebla es penetrarla en tanto que misterio. Así como en Novalis la noche era el camino hacia el misterio, en mí lo es la neblina, la que guarda el misterio de la luz y la belleza. Partiendo de Hardenberg, me distingo de él al optar por un velo de claridad —y no de oscuridad— tras el cual se refugia el misterio. Así pues, el poeta alemán parte de la noche en tanto que yo parto de la niebla diurna, pero ambos viajamos al mismo destino: el hallazgo de la belleza.

Me ha tomado tiempo reconocer esto y deslindarme de quien, por años, ha sido el poeta rector de mi concepción filosófico-estética. Eso empieza a notarse en mi escritura, pues ya puedo distinguir dos períodos muy claramente: uno en el que el velo que protegía el misterio era la noche y su penumbra, coincidente con una suerte de catábasis personal, y otro en el que empiezo a mirar el misterio tras el velo de la neblina luminosa, vinculado a una anábasis cuyos parámetros aún se están definiendo. En este momento, por ejemplo, compilo una selección de mi poesía inédita de los últimos once años en una antología personal que he titulado Anillos de sombra, en alusión al verso gerbasiano. Eso con el fin de marcar nítidamente el lindero estético entre ambos períodos.

De ese tiempo me quedan claros los límites que dibujaron mi comarca poética: la soledad, el silencio, el frío en el alma, la muerte, el dolor y el vacío existenciales, el absurdo y el absurdismo, la tragedia y su circular destino, la callada entereza en el sufrimiento, el desamor y un sentido trágico que lo teñía todo. Valdría decir, una mezcla de Sísifo, Ixíon y Tántalo en el Hades de Ovidio. Muy posmo, pues.

En mi actual escritura, sin embargo, se perfila otra dimensión, casi se diría que soy otro, y sí, lo soy. La vida es esto, no lo que soñamos o nos dicen que puede ser, sino lo que vamos siendo en esa eternidad llamada presente, y es maravillosa.

El viaje a través de la niebla ha sido siempre mi viaje, solo que ahora veo nítidamente que comenzó en la neblina nocturna, en aquel tiempo de húmeda penumbra en el que tanteaba dolorosamente la vida y el mundo a oscuras. Si algo entiendo que reivindica el dolor es su capacidad de hacernos desear una luz distinta. En su seno surge una inteligencia más profunda y humana porque nace en el corazón y se despliega en la mente. El dolor nos hace inteligentes en un modo ajeno a las glorias y presunciones de la sociedad, en un modo auténticamente humano, y esa inteligencia modesta nos eleva a las cimas interiores de la luz que es la belleza más alta. Es una inteligencia que ni presume ni precisa ser admirada. Es la inteligencia del corazón, silenciosa y profunda como los ríos más hondos e inmensos, que parecen mares…

Al final la niebla se descorrerá y quedará el hallazgo de la belleza ansiada. Entonces, sabremos que no serán necesarias las palabras. Solo bastará una, aquella con la que habremos sido llamados por la belleza. Quizás alguien piense que hablo de la muerte y el morir. No. O quizás sí, en un sentido figurado y ontológico más que físico. Yo he visto correrse ese velo neblinoso alguna vez, y se actualizó en mí aquel hermoso pasaje del Hiperión, de Hölderlin: «Hay horas en que lo mejor y más bello se nos aparece como en una nube y el cielo de la perfección se abre ante el amor anhelante». La niebla es, en mí, un presentimiento de la luz; la luz, fulgor de la belleza, y la belleza, fulgor de la verdad…


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Alayón, Jerónimo. «Niebla». ViceVersa. 12 de julio de 2021. | https://www.viceversa-mag.com/author/jeronimo-alayon/

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