Con demasiada frecuencia idealizamos Occidente. Los varios occidentes que cohabitan en él ya estaban allí, solo que queríamos creer que eran una sola cosa, uniforme y sólidamente constituida. Me parece, sin embargo, que es mucho más enriquecedor contemplar la posibilidad de un Occidente fragmentario, plural y diverso.
Quien busca saber también pretende ser otro. En esto radica el principio de la trascendencia. Hay una trascendencia gnoseológica en las cosas cuando son conocidas por nosotros, pero hay una trascendencia ontológica en nosotros cuando, conociéndolas, develamos su ser en el mundo.
La vida es retórica viva. A diario somos cruzados por ella. Todo ejercicio de la razón que aspira elevarse al intelecto es retórico. Luego está el silencio
La ausencia discreta es una virtud difícil de cultivar. Supone optar por ella y otorgarle un sentido que se completará en otras presencias, e implica que la falta de enunciación adquiera sentido en otros enunciados.
Tampoco se puede poner en práctica la escucha ontológica si, en lugar de oír profundamente el ser del otro, se construye un discurso cuyo referente es el yo.
Hay, sin embargo, una diferencia sustancial entre la simulación y el silencio ontológico. En la primera, el acento está puesto en la máscara. En el segundo, el acento está en la ausencia del rostro.
Hay sociedades más mudas y sordas que otras. Y hay aquellas en las que el soplo de la muerte interior es un huracán gélido. En ellas todos gritan como los infelices del Infierno de Dante, pero nadie escucha.