La ignorancia, Jerónimo Alayón Gómez. Escritor / Profesor en la Universidad Central de Venezuela / Editor independiente.

La ignorancia

«¡Oh! ¡Qué sencillas eran aquellas gentes de la Edad de Oro que, desprovistas de toda especie de ciencia, vivían sin más guía que las inspiraciones de la naturaleza y la fuerza del instinto!».[1] Estas palabras fueron dichas —en evidente tono sarcástico— por uno de los hombres más eruditos de la Europa renacentista: Erasmo de Rotterdam. Hoy podría volver a decirlas sin menoscabo de la realidad.

Lo grave de la ignorancia no es el desconocimiento, sino esa ceguera metafísica de quienes quieren insistir en aquella. Hay ignorantes que saben que no saben, pero presumen de saber. Se sienten asistidos en todo momento por una suerte de ciencia infusa. Son los iluminados de la inopia intelectual.

Hay otros, por el contrario, que saben que no saben, pero no quieren saber, y experimentan un raro regocijo en ser ignorantes, como si pertenecieran a algún tipo de realeza espiritualmente raquítica. Unos y otros son ignorantes mediocres porque nunca sabrán de algo que esté más allá de su agostada finca vital. Lo triste del asunto es que esparcen su esbelta sombra, y hasta adeptos tienen.

En todo desconocimiento late una claridad: la intuición de que en medio de esa penumbra nos aguarda una avenida de luz que nos conducirá a alguna parte. A veces se denuesta la ignorancia como si fuese un delito. A menudo no es la ignorancia el crimen, sino la desidia que la hizo posible: la procrastinación en el saber necesario suele ser la causa de la más reprochable ignorancia.

Todos somos ignorantes en algo. Algunos saben poco o nada de música. Otros, de literatura o filosofía. Otros, de matemáticas o química. Se trata de una ignorancia inocua. Pero hay quien sabe poco o nada de lo que por ética estaba obligado a saber mucho, y su ignorancia es inicua. Una y otra son antípodas. No hay manera de que podamos poner a la segunda el disfraz de la primera sin faltar gravemente. Esta ignorancia perversa es la que con mayor frecuencia hace daño.

Hay en la ignorancia otros aspectos que son verdaderamente siniestros. Por ejemplo, lo ignorado no tiene ser en el mundo: está oculto a nosotros. Allí puede permanecer por décadas, invisible. Hace poco mis alumnos se sorprendieron de oírme decir que San Cristóbal y Nieves es el país más pequeño del continente americano. Para mis estudiantes, sencillamente, los sancristobaleños no existían.

Todo cuanto yace oculto en su desconocimiento padece de alguna especie de catalepsia metafísica, de la que tal vez nunca despierte. Podría decirse que habita el tiempo aiónico de los griegos, una suerte de eternidad disfuncional donde el ser del mundo permanece suspendido. Cuando conocemos algo, lo traemos a otras dimensiones de la temporalidad: comienza a evolucionar y envejecer en el tiempo cronológico y, lo más importante, se hace susceptible de ser interiorizado, intelectualizado, en el tiempo Kairós.[2]

Por otra parte, quien conoce vive inevitablemente una metamorfosis ontológica y metafísica: algo de sí cambia con cada nuevo conocimiento adquirido y le remite a los fundamentos últimos del mundo en que habita, haciendo incluso que los cuestione. Aun más: también inmuta el modo como percibe dicho mundo y, por ende, su manera de ser y estar en él. No lo notamos cuando estudiamos, viajamos, vamos al cine, miramos un programa educativo, tenemos una conversación edificante, etc., pero nuestro modus essendi (modo de ser-siendo) cambia para siempre.

Quien busca saber también pretende ser otro. En esto radica el principio de la trascendencia. Hay una trascendencia gnoseológica en las cosas cuando son conocidas por nosotros, pero hay una trascendencia ontológica en nosotros cuando, conociéndolas, develamos su ser en el mundo.[3] La primera es continuada en la segunda, y ambas dan sentido a cualquier proceso de aprendizaje. La ignorancia, por el contrario, cualesquiera que sean sus propiedades, es inmanencia,[4] reposo del ser dentro de sus particulares fronteras, quietud infértil.


Notas

[1] Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura (Barcelona: Ediciones Orbis, 1970), 87.

[2] Ya hemos hablado en otro artículo acerca de las concepciones miticorreligiosas que tenían los griegos sobre el tiempo: Aión, dios de la eternidad; Chronos, dios del tiempo cronológico; y Kairós, dios del tiempo psicológico.

[3] Las cosas trascienden hacia nosotros por medio del conocimiento que tenemos de ellas. Y al hacerlo, nosotros trascendemos hacia un otro que no éramos, cambiados por el conocimiento.

[4] La inmanencia es opuesta a la trascendencia: es la permanencia del ser en sí mismo hasta agotarse.


Cómo citar este artículo

Alayón, Jerónimo. «La ignorancia». ViceVersa Magazine, 9 de octubre de 2019, www.viceversa-mag.com/la-ignorancia/.

Publicaciones Similares