¿La distopía nos alcanzó?

El cine distópico ha presentado hasta el cansancio cintas en las que se atisbaba un futuro calamitoso a manos de alguna pandemia. The Plague (1992), Outbreak (1995), Blindness (2008) o Contagion (2011), por solo mencionar unas pocas, son ejemplos de ello. Una cosa, no obstante, es el cine y otra muy distinta la realidad, y no porque estemos haciendo algún tipo de elogio a la frase pronunciada por Evaristo San Miguel el 3 de abril de 1853 al ingresar a la Real Academia de la Historia de España: «La verdad es mil veces más maravillosa que la misma fábula: la realidad vuela más alto que la ficción, a la que sirve a veces de alimento».[1]

Hagamos un paréntesis para decir que de la frase sanmiguelina surgió la tan manida de «La realidad supera la ficción» que, por cierto, ninguna relación de sentido guarda con la original. Para San Miguel, la fábula era opuesta a la verdad histórica, una «tacha» procedimental que se combatía con el «análisis de la verdad», un espíritu crítico y rigor científico, muy propios de aquella Europa que comenzaba a asomarse al positivismo tras la Ilustración.

La distopía está aquí

Sin ánimo de entrar en la discusión académica sobre distopía y antiutopía, distopías puras o no, diremos que la distopía apunta casi siempre a un mundo disfuncional futuro. En esto radica su encanto y mayor alevosía: en que ese futuro nos infunde miedo por la posibilidad de su actualización, pero sabemos, muy en el fondo, que su mayor valor estético es, precisamente, no dejar de ser un futuro lejano.

Ahora bien, una mañana de finales de diciembre pasado nos levantamos con una noticia que, en su día, parecía inofensiva: la presencia de una «neumonía de origen desconocido» en la ciudad china de Wuhan, que alcanzaba la modesta suma de veintisiete contagiados.

Tampoco es de mi interés participar en la discusión —para mí, estéril— de si el virus debe llamarse chino o coronavirus, o si se fugó accidentalmente del Instituto de Virología de Wuhan (WIV), o si los chinos deberían dejar de ingerir murciélagos de herradura y demás especies exóticas. Hay otros debates que llaman mi atención. Por ejemplo: que este virus, apenas infectando «oficialmente» al 0,28 % de la población mundial y aniquilando al 0,001 % de la misma, haya conseguido paralizar el mundo y poner de rodillas sus sistemas de salud más sofisticados.

Supongamos que la cifra de contagiados oficiales y no oficiales alcanza el 1 % de los 7700 millones de habitantes del planeta, es decir, unos 77 millones (cantidad que todavía parece muy distante de los 2,2 millones de casos actualmente confirmados). Sigue siendo, en términos relativos, una magnitud pequeña, una amenaza casi insignificante que nos ha revelado lo frágiles que somos y lo poco preparados que estamos ante una verdadera amenaza global, al estilo de las del cine distópico.

¿Qué pasaría si, digamos al voleo, nos enfrentáramos a una pandemia que infectara solo al 10 % de la humanidad y aniquilara al 6,8 % de los contagiados (la misma tasa del coronavirus que ofrece Worldometer),[2] es decir, unos 770 millones de enfermos y unos 52 millones de muertos (la población de España y Suiza juntas)?

¿Ante qué escenario se hallaría el Estado italiano, por ejemplo, si tuviera que enfrentar no a 172 000 casos oficiales, sino a casi 6 000 000? ¿Tenemos un sistema de salud capaz de enfrentar algo así? ¿A cuántos infectados llegaremos si esta pandemia dura lo que ha dicho la ciencia que tardará en conseguir una vacuna, de uno a dos años? Mejor no hablemos más de las apocalípticas y exageradas escenas del cine distópico.

Simplemente no estamos preparados para enfrentar una amenaza global seria. A siete y un siglo de distancia, respectivamente, seguimos tan indefensos como las víctimas de la peste negra en el s. XIV (que, se presume, barrió a un tercio de la humanidad) y de la gripe española en 1918 (cuya tasa de mortalidad quizás alcanzó un 6 % de la población mundial). Seguimos inermes ante eso que la demografía llama un evento de mortalidad catastrófica. ¿Estaremos empezando a cursar uno?

¿Y la globalización?

Los académicos hemos creído que vivíamos a tope la globalización solo porque las empresas de Occidente tenían sus plantas ensambladoras en China, o porque allí se armaban productos con partes fabricadas en el norte del mundo y con materia prima del sur, o porque podíamos leer en una tablet un diario de Tokio, o porque tenemos correo electrónico, redes sociales e internet.

Hemos descubierto dramáticamente que no estábamos globalizados, al menos no en la exagerada magnitud en que lo pretendíamos. Nuestros niños han quedado varados en casa, y muchos docentes tuvieron que improvisar porque sus alumnos no estaban estructuralmente conectados a una red de enseñanza en línea. No digamos nada de las universidades, en las que solo unas pocas pueden darse el lujo de decir que el 100 % de sus estudiantes están cursando por medio de un campus virtual.

Tampoco estábamos globalizados laboralmente. Casi nadie está vinculado a una red telemática de producción. Descubrimos que la oficina sigue siendo el centro neurológico de la actividad productiva moderna. Quien controle las oficinas dominará el mundo.

Tanto escribir en libros y papers sobre periferias y fuerzas centrífugas posmodernas, de subvertir el centro y todas esas teorías líquidas acerca de la atomización de la posmodernidad para descubrir ahora que estamos en la era ptolemaica de la productividad, muy lejos del gran giro copernicano. En esta crisis económica que lleva aparejada consigo el coronavirus, pocos, muy pocos, estaban preparados para seguir trabajando desde casa, o desde donde los sorprendiera el curso de los acontecimientos.

Para mí, la caricatura de la globalización es el doodle de Google (icono de la misma): cuando Italia y España estaban sufriendo el pico de sus crisis de fallecidos (casi 1000 por día) y su personal sanitario estaba exhausto, el doodle de Google seguía versando, como si nada estuviera pasando, sobre las efemérides. Tuvo que llegar abril y, con él, el coronavirus a Estados Unidos para que los doodles rindieran homenaje a los servidores públicos en la lucha contra el coronavirus.

¿Y después?

El coronavirus pasará, y entonces tendremos que pensar cómo habrá impactado nuestro modo de ser y razonar. Habrá un notable cambio ontológico, metafísico y, por ende, antropológico. Seremos otros al cabo de esto. Necesariamente. Nadie a quien ronde la muerte tan de cerca queda incólume. Habría que haber preguntado a los sobrevivientes de Auschwitz, Treblinka o Mauthausen si eran los mismos que antes de llegar allí. Ontológicamente, no.

Tampoco metafísicamente. Las cuestiones primeras y últimas del mundo, la vida y la existencia son interrogadas de otro modo cuando somos observados por la muerte. Nunca como hoy han tenido mayor vigencia los versos pavesianos: «Per tutti la morte ha uno sguardo / Verrà la morte e avrà i tuoi occhi (Para todos, la muerte tiene una mirada / Vendrá la muerte y tendrá tus ojos)».[3] Leo a Pavese y me pregunto: a cada uno que murió de coronavirus solo, en un hospital, ¿qué ojos le deparó la muerte? Y aún más: aquellos que le sobrevivieron sin la posibilidad de despedirlo, ¿qué ojos verán en los ojos de su muerte?… ¿quizás los del ser querido, abandonado por fuerza mayor?

Tampoco seremos los mismos antropológicamente. Todo cambio ontológico y metafísico supone una amenaza a la identidad, un modo diverso de ser lo que éramos y una posibilidad de proyectarnos desde otras coordenadas existenciales. Si cambio, necesariamente mutará mi percepción/interpretación del mundo y, con ella, mi entorno. Esto supondrá un drástico reenfoque de las cuestiones principales del modus habitandi y de la ciudadanía. Un nuevo orden mundial… al que iremos paulatinamente.

El ser humano tendrá que replantearse muchas cosas y muy profundamente. No solo sobre nuestro modo de relacionarnos con el mundo, sino sobre la manera de relacionarnos entre nosotros y, muy principalmente, con el futuro… y la muerte.

¿Cuándo colocaremos al ser humano, realmente, en el centro de todo? ¿No era eso a lo que aspiraba el humanismo renacentista? ¿Tuvimos que esperar a vernos confinados para entender que podíamos ser altruistas y generosos sin que ello implicara necesariamente nuestro menoscabo? ¿Hemos pensado realmente en lo que significa que una partícula microscópica (10 a 100 nanómetros) haya cambiado radicalmente nuestro estilo de vida y que nuestro nivel de tecnología y conocimiento, del que nos sentimos tan orgullosos, nada haya podido para evitarlo? Finalmente… ¿habremos vislumbrado lo que significa vivir aquí, en este planeta que aún nos queda… el único que nos queda?


Notas

[1] Evaristo San Miguel, «Discurso del Excmo. Señor don Evaristo San Miguel», en Discursos leídos en las sesiones públicas para dar posesión de plazas de número, ed. de la Real Academia de la Historia, 193-220 (Madrid, 1858), https://bit.ly/34KfyyL.

[2] Ver «COVID-19 Coronavirus Pandemic», Worldometer, 17 de abril de 2020, https://bit.ly/3adn6Lz.

[3] Cesare Pavese, «Verrà la morte e avrà i tuoi occhi», en Anthologie de la littérature italienne: XIXe et XXe siècles, ed. de Jean-Luc Nardone, 331 (Toulouse: Université de Toulouse, 2005), https://bit.ly/2Kk4nU1.


Cómo citar este artículo

Alayón, Jerónimo. «¿La distopía nos alcanzó?». ViceVersa Magazine. 20 de abril de 2020. https://bit.ly/30eaxOH

© ViceVersa Magazine


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