Del sueño de Milton a la eternidad interior, de Jerónimo Alayón.

Del sueño de Milton a la eternidad interior

I wak’d, she fled, and day brought back my night.

John Milton

El autor de El paraíso perdido, John Milton, llevó una vida azarosa, signada por el infortunio familiar. A los 34 años se casó con Mary Powell, pero, al año siguiente, su esposa lo abandonaría; dos años después, regresó. A los 44 años, Milton perdió la vista, a su esposa Mary y a su único hijo varón, que apenas pasaba el umbral del año de vida; a los 48 volvió a casarse, esta vez con Katherine Woodcock, pero ella y la hija que concibieron murieron cuando el poeta británico tenía ya 50 años. En esa ocasión, Milton escribió el poema cuyo verso final hemos extraído a manera de epígrafe de este texto.

Estamos hablando del Soneto XXIII, mejor conocido como Methought I saw my late espoused saint (Me parece que vi a mi difunta esposa), en el que tendrá una visión de su esposa fallecida y que dejaremos de seguidas para conocimiento de nuestros amigos lectores:

Methought I saw my late espoused saint
       Brought to me, like Alcestis, from the grave,
       Whom Jove's great son to her glad husband gave,
       Rescu'd from death by force, though pale and faint.
Mine, as whom wash'd from spot of child-bed taint
       Purification in the old Law did save,
       And such as yet once more I trust to have
       Full sight of her in Heaven without restraint,
Came vested all in white, pure as her mind;
       Her face was veil'd, yet to my fancied sight
       Love, sweetness, goodness, in her person shin'd
So clear as in no face with more delight.
       But Oh! as to embrace me she inclin'd,
       I wak'd, she fled, and day brought back my night.

No pretendo hacer una exégesis del poema ni una lectura crítica del mismo, que podría ser tema de otro artículo, más de índole filológica, sino acercarme a él en una perspectiva vivencial y filosófica.

Tenemos que comenzar resaltando que Milton nunca vio a su segunda esposa porque ya estaba ciego para sus nupcias, con lo cual, al menos de su parte, podemos conjeturar un amor fundado en intuiciones intelectuales y sensaciones, privado de la importante dimensión que la percepción visual otorga a los estímulos eróticos. Es probable que el poeta experimentara por su segunda esposa un amor sublimado. Me parece que este sería el contexto adecuado para leer el Soneto XXIII.

En tal sentido, los versos «And such as yet once more I trust to have / full sight of her in Heaven without restraint (y como confío nuevamente en tener / completa visión de ella en el cielo, sin restricciones) establecen un contexto para —en la estrofa siguiente— plantear el que considero el núcleo semiótico del poema: «to my fancied sight» (a mi vista imaginaria) «love, sweetness, goodness, in her person shin’d» (amor, dulzura, bondad brillaron en su persona). Milton habla de un sentido no sensorial que podríamos concebir como el único idóneo para acceder al noúmeno kantiano, esto es, a las intuiciones intelectuales: «fancied sight», visión imaginaria, con lo cual «Heaven» podría entenderse no solo como el cielo cristiano, sino como el cielo interior del alma.

Hasta aquí, nuestro análisis del extraordinario poema miltoniano y pasamos a extrapolarlo a nuestra crítica cotidianidad de una humanidad que pareciera haber perdido el trazo en el firmamento de su Stella Polaris.

¿Cuánto podemos ver, realmente, en medio de esta ceguera generacional? ¿Cuán seguros estamos de saber a dónde nos dirigimos? ¿Tenemos certeza del viaje o el viaje es nuestra mayor incertidumbre? Todo pareciera indicar que las respuestas a estas preguntas son aún más desoladoras que las interrogantes en sí mismas.

Hemos dado excesiva importancia al dato y hemos olvidado la intuición intelectual. Algo que noto con mucha frecuencia es una quiebra del capital racional, de la capacidad abstractiva y su poder de ascender hasta regiones insospechadas donde hallemos conceptos tan imposibles que necesiten crear un nuevo lenguaje para darse a sí mismos una corporalidad discursiva y una entidad en medio del mundo. Quizás hemos esperado demasiado por la tan ansiada revelación heideggeriana y hayamos obliterado la máxima novalisiana de que el infinito está dentro. En cada uno de nosotros reposa una eternidad.

¿La oímos? ¿La sospechamos? ¿Pretendemos alguna vez alzarnos hasta ella y sentir la tensión vibrante entre el lenguaje interior y un lenguaje exterior que está por romper su vínculo de contemporaneidad? La literatura y la filosofía —sin ánimo exhaustivo— nos dan señales de que existe un mundo semejante. Quienes allí estuvieron no fueron comprendidos por sus coetáneos y parecieron hablarnos desde un futuro ininteligible. Sería solo asunto de tiempo para que hiciéramos el mismo viaje abstractivo que ellos y entendiésemos las claves hermenéuticas de sus coordenadas existenciales, hasta comprender que también hay belleza en lo oculto, quizás la más sublime… y solo posible en la semiosis postergada

En nuestro país, sigue siendo hermosa, por ejemplo, la «iluminación» que el grupo Sardio (1955-1961) halla en la obra del acaso más críptico de nuestros poetas: José Antonio Ramos Sucre, treinta años después de su muerte. Podríamos decir lo mismo de Novalis, Rilke, Bialoszewski y tantos otros poetas crípticos.

No es factible, sin embargo, alcanzar a desentrañar el misterio sin esta «fancied sight», sin este sentido kantianamente noumenal. A menudo pensamos que la luz es el objetivo del viaje. Nada más falso: es el misterio en cuyo seno habita la luz y a la cual solo es posible llegar por medio de esta «vista imaginaria» que corra el velo de la noche.

No olvidemos, sin embargo, la advertencia final de Milton: «I wak’d, she fled, and day brought back my night» (me desperté, ella huyó y el día me devolvió la noche). Fuera del sueño de nuestra eternidad interior y al margen de nuestra visión imaginaria… nos acecha la invidencia de la racionalidad basada en el dato positivo y en la exclusiva intuición sensitiva, la noche de la razón ilustrada de la que se quejaba Novalis.

Quizás hemos pasado mucho tiempo atendiendo a los paisajes claros, diáfanos y definidos de nuestra exterioridad. Quizás sea tiempo de hundir la mirada en la imprecisa, inestable y siempre sorpresiva niebla de nuestros acantilados interiores, y desde allí alzar el ascenso a las impredecibles alturas de nuestra interioridad. Quizás sea tiempo de recordar que hay en nosotros una estatura inconmensurable… una eternidad interior.


Alayón, Jerónimo. «Del sueño de Milton a la eternidad interior». El Nacional. 13 de noviembre de 2020. https://bit.ly/3nm2KXD

© El Nacional

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