Doisneau y la eterna belleza fotográfica
La fotografía es el arte de detener el tiempo y capturar la eternidad
Robert Doisneau
Durante el último bimestre de 2024, tuvo lugar en el Photo History Museum de Tokio una exposición de 38 fotografías de Robert Doisneau titulada «Trois secondes d’éternité» («Tres segundos de eternidad»), en alusión a una frase de Doisneau, quizás el más renombrado fotógrafo francés del s. XX: «De todas las fotografías que he hecho, las que han tenido éxito son apenas 300 como máximo. Suponiendo que una foto se toma en una centésima de segundo, eso son apenas tres segundos en 50 años».
La frase de Doisneau que da título a la exposición revela la concepción del fotógrafo francés sobre la fotografía pensada desde la ontofenomenología, lo cual supone poner el evento fotográfico y su trascendencia en línea con una temporalidad y racionalidad precisas. Para el artista parisino la foto y el acto de tomarla implicaban una suerte de insurgencia «contra la fugacidad de la vida» y su inexorable final.
Entre las 38 imágenes de la muestra aludida está una que me gustaría tomar como eje conceptual de este breve ensayo. Se trata de Le Baiser à l’Opéra (El beso de la Ópera, 1950), que es parte de una serie de fotos que Doisneau hizo para la revista Life. Si bien en el grupo hay otra aún más famosa, Le Baiser de l’Hôtel de Ville (El beso del hotel Ville), aquella, a mi juicio, representa a cabalidad la concepción doisneauriana de la eterna belleza fotográfica.
El beso de la Ópera capta el momento en el que una pareja se besa al inicio de las escaleras que conducen a la estación del metro, frente a la Ópera Nacional de París. Lo particular de la imagen es que su autor graduó el tiempo de exposición de manera tal que los transeúntes —a ambos lados de los enamorados y al fondo— aparecieran como celajes. Solo los enamorados, la fachada de la Ópera Garnier y dos edificios de la rue Auber permanecen en la fotografía, que pareciera contraponer la fugacidad de la vida cotidiana a la permanencia del amor y de la belleza arquitectónica.
El propio Doisneau diría hasta el hartazgo que no fotografiaba el mundo tal cual era, sino como a él le habría gustado que fuera. De hecho, las fotos de la década posterior a la Segunda Guerra Mundial (a la que pertenece la que empleamos como motivo de escritura) retrataban a un París feliz y luminoso, bastante ajeno a aquella otra ciudad entristecida y empobrecida que luchaba por superar la memoria del horror. Todo ello, lejos de ser cuestionable, denota el talante del gran artista que se esmeraba en hallar la felicidad «en los pequeños momentos que capturamos con la cámara», y si bien El beso de la Ópera es una foto-pose, esto no desmerita ni su calidad artística ni su fundamentación conceptual, puesto que su autor creía firmemente en que «la fotografía enseña a apreciar la belleza de lo cotidiano».
Doisneau aseguraba que toda «fotografía es un diálogo entre el creador y el espectador». Cuando apreciamos El beso de la Ópera, cabe preguntarse: ¿cuál es la propuesta dialogal de su autor? Ya hemos dicho que lo evanescente forma parte esencial de esa imagen, sin embargo, ¿por qué el amor permanece si sabemos que puede ser tan fugaz como los transeúntes desvanecidos? Doisneau nos diría que «la vida es una infinita historia de amor». El beso de la Ópera no nos plantea la eternidad de una relación amorosa, signada en los celajes que discurren en torno del punto focal, sino del amor en cuanto que soporte de la vida. Al manipular el tiempo de exposición y ocultar los rostros de los amantes —no olvidemos que se trata de una foto-pose—, el artista relativizó a la pareja de enamorados y absolutizó el amor.
Ahora bien, la propuesta fotográfica de Doisneau es trascender lo visual en una emoción experimentada por la audiencia de una instantánea. Célebre es su máxima al respecto: «Fotografiar es alinear la cabeza, el ojo y el corazón». Una fotografía debe hacer pensar y sentir a su espectador. En este sentido —ya lo hemos dicho en otra parte—, en toda foto subyace una no-foto, una ausencia, algo que no fue seleccionado por el artista dentro de su encuadre.
Si regresamos a El beso de la Ópera, podríamos interrogar a la imagen sobre su fondo. Doisneau pudo desplazarse 180° en torno de los amantes. El barandal de acceso al metro se lo permitía, de modo que al cambiar la perspectiva pudo modificar también el fondo del encuadre. Aquí surge, entonces, una pregunta: ¿Por qué hacer la toma en dirección a la esquina de la rue Auber y no mirando a la esquina de la rue Halévy o con la fachada de la Ópera Garnier completa atrás?
Doisneau era un fotógrafo profesional y entendía cómo tratar el punto focal. De haber colocado completa la fachada de la Ópera atrás de los enamorados habría restado protagonismo a estos. No olvidemos que el estilo arquitectónico del Segundo Imperio era suntuoso. Pero ¿por qué la esquina Auber? Podría pensarse que la luz pudiera ser un factor decisivo, sin embargo, la de esta imagen es blanda, así que no representaba un problema a la hora de decidir sobre claros y oscuros fuertemente demarcados. La razón seguramente tuvo que ver con el valor histórico de esa esquina, donde para entonces se hallaba el legendario Grand-Hôtel de la Paix, en cuyo café se dieron cita celebridades de todo el mundo.
El beso de la Ópera es una cátedra sobre la eterna belleza fotográfica. En una centésima de segundo, su autor no solo nos legó un documento histórico del París de 1950, sino que fijó para siempre la intersección entre la belleza del amor como fundamento de la especie humana y la belleza arquitectónica en cuanto que sustento espiritual de la ciudad. Una y otra parecieran escapar del utilitarismo moderno para cumplir la sentencia doisneauriana: «No puedes forzar la belleza, solo puedes encontrarte con ella».
© Jerónimo Alayón y El Nacional. https://bit.ly/3KcYCYv
CITA CHICAGO:
Alayón, Jerónimo. «Doisneau y la eterna belleza fotográfica». El Nacional. 3 de enero de 2025. https://tny.im/NiY4c
CITA APA:
Alayón, J. (2025, 3 de enero). Doisneau y la eterna belleza fotográfica. El Nacional. https://tny.im/NiY4c