El Payaso de Dublín, Jerónimo Alayón.

El Payaso de Dublín

No se puede hacer teatro durante la guerra… porque es un teatro terrible.

Marcel Marceau

A Basilio Álvarez

Luego de vernos reír en el otro, es duro recordar que no tendremos futuro.

Saah Kaboo era un joven de Liberia. Había tenido la oportunidad de ir a estudiar Artes a la Universidad de Dublín, a principios del siglo XX. Por entonces Irlanda aún dependía de la administración británica. Su padre, un aristócrata dedicado al comercio del caucho, había querido que su hijo se hiciera un hombre culto y educado. Ya en Dublín, Saah se aficionó al mundo del teatro. Frecuentaba el recién inaugurado Abbey Theatre, entre cuyos bastidores era común encontrarse con escritores como Yeats y Synge. Allí comenzó a cultivar un gusto poco común por la pantomima. Se jactaba de decir que su abuelo había conocido en París a Pierrot, el payaso caracterizado por Jean-Gaspard Deburau.

Fue en Dublín donde Saah desarrolló su ingenio de mimo. Nunca subió a las tablas del Abbey, pero amenizaba tertulias con sus representaciones. A pesar de su color azabache y de la reticencia racial que había en Irlanda, Saah se hizo acreedor de una sincera admiración en el círculo del Abbey. Ya se había acostumbrado a la idea de que era el único africano en Dublín. Su estampa, modales y cultura hacían insignificante la diferencia de razas.

Aquellos fueron años afortunados. Sin embargo, la vida en torno del Abbey era difícil. De cuando en cuando alguna función terminaba en trifulca, producto de ciertas sensibilidades nacionalistas, y salía a relucir en la crónica periodística «el negro del Abbey». Debía entonces esconderse por un tiempo para no ser víctima de una paliza pública. En 1926 estalló el más violento de los motines y el teatro fue traspasado al Estado.

Saah tuvo que marcharse de Dublín. No quería regresar a Liberia, así que viajó a Alemania. Cuando llegó a Berlín, el país estaba convulsionado. Era evidente la tensión social y política tras la Gran Guerra. Saah tenía la impresión de que había en Berlín más actividad cultural que en Dublín.

Cuadró rápidamente en los grupos intelectuales de la ciudad, especialmente en el Deutsches Theater. Allí departía con escritores como Zuckmayer, Reinhardt y Brecht. Todos admiraban su talento para la pantomima, particularmente la tragicómica.

—Ver el horror a través del humor mudo es una buena manera de templar el intelecto —dijo un día a Brecht.

En Berlín tuvo oportunidad de subirse a las tablas. Pronto tuvo una audiencia que lo seguía con fidelidad. Vinieron las presentaciones en cafés y plazas. Su estilo no encajaba en el nuevo aire del teatro alemán. No faltó quien lo viera próximo a Buster Keaton y a Charles Chaplin. Desarrolló su propio estilo y se sentía útil y satisfecho con lo que hacía. Su amistad con Brecht se consolidaba y gozaba del aprecio de muchos.

En 1933 cambiaron las cosas. Una tarde de principios de año se presentaba en el Deutsches Theater La toma de medidas de Brecht. La policía secreta nazi irrumpió, golpeó a los asistentes y fueron detenidos los responsables del montaje. Horas más tarde fueron liberados y amenazados de ser encarcelados si reincidían. Aquel fue el toque de campanas. Brecht comprendió que ya no era posible vivir en libertad y huyó a Dinamarca. Le insistió a Saah para que lo acompañara, pero este se negó:

—El lugar de un mimo es el mundo desolado —respondió.

Las cosas tomaron otro giro. Con el nazismo los nuevos medios intelectuales se hicieron hostiles a Saah. Era notorio el menoscabo de la libertad. Y Saah entendió que su verbo era el silencio de la pantomima.

—Las palabras comprometen. Se les puede vestir el traje de la ambivalencia. Son inflamables. El silencio del mino, en cambio, es fecundo e inasible. En él no hay certezas, solo niebla de significados. El silencio del mimo no se piensa. Se siente. Cuando la emoción se hace memoria, el silencio del mimo se vuelve convicción filosófica —dijo un día a Zuckmayer, quien sentía simpatía por la proximidad de Saah con el cine mudo.

A pesar de las circunstancias, Saah se quedó. En aquel Berlín de 1933 no había oxígeno para los artífices del pensamiento libre. Y Saah lo sabía.

Se dedicó a serpear por las calles de Berlín. Burlaba los puestos militares que parecían multiplicarse cada noche. Saah lograba llegar así a cualquier antro donde se escondieran negros, homosexuales, prostitutas o gitanos. En aquel submundo berlinés, llevaba a todos su Silent Theater, como lo llamó. Eligió también un nombre para su payaso: Brouillard.

La primera guarida que logró alcanzar fue un refugio de prostitutas. Entró acompañado de su valija de cartón. Las mujeres se quedaron mirando al intruso. No era solo el color de piel, sino lo extraño de la situación. Saah colocó la maleta sobre una mesa. Sacó un espejo y su maquillaje. Pintó su rostro de blanco, con sombras en los ojos y una lágrima negra en cada mejilla. Guardó sus enseres en la valija y la cerró. Todo en absoluto silencio. Las rameras lo veían con pánico. La mayoría de ellas nunca había visto un payaso. Una lo reconoció y gritó:

—¡Es un mimo!

Brouillard alzó su mano izquierda, diagonalmente, como si sostuviera una bola sobre esta. Su rostro era inexpresivo. Luego dirigió la mano hacia su rostro hasta taparlo completamente. Parecía que colocaba algo sobre él. Comenzó a descender lentamente la mano. Fue apareciendo un rostro de tristeza. Alzó su mano derecha, del mismo modo que había hecho con la izquierda, y repitió la secuencia de movimientos. Esta vez apareció un rostro de ira. Así fue sustituyendo máscaras: alegría, lujuria, anhelo, asombro, miedo. Cuando llegó a esta última, intentó sustituirla por otra. No pudo.

Hizo esfuerzos por colocar nuevas máscaras, pero la del miedo seguía allí. Las chicas rieron. Una de ellas rio hasta toser. Finalmente Brouillard se dejó caer. Recostó su cabeza sobre el antebrazo derecho, encima de una silla. Alzó su mano izquierda en un intento por buscar la última de las máscaras. Expiró. El rostro del miedo siguió allí, a pesar de la muerte.

Lo aplaudieron efusivamente. Él se levantó e hizo una reverencia. Las mujeres lo abordaron con preguntas. Él hizo señas para indicar que no podía hablar. Una vez que se retiró el maquillaje, dijo:

—Agradezco su amabilidad. Disculpen que no contestara, pero nunca hablo cuando llevo el maquillaje. Brouillard es un payaso mudo.

—¿Y por qué no se podía quitar el rostro de miedo? —preguntó una de las chicas. Saah guardó silencio.

—¿Y por qué haces esto? —preguntó otra.

—Digo con silencios lo que ya no se puede decir con palabras —respondió.

Saah estuvo conversando con aquellas mujeres. Por vez primera un hombre entraba en aquella guarida sin la intención de saciar su hambre de sexo. Al marcharse, Saah se llevaba la angustia de haber hallado aquel sótano de la existencia, lleno de rebañaduras para el hambre de horror de los nazis.

A la mañana siguiente, un hombre llamó a la puerta del cubil de Saah.

—Las chicas preguntan si será mucho pedir que vuelva hoy —dijo el desconocido.

Saah sabía que en aquellas circunstancias cualquier desconocido podía ser un espía del nazismo.

—¡Está bien! Dígales que a las tres.

Apenas cerró la puerta, Saah se dispuso a ensayar un número en el que venía trabajando.

Cuando llegó, las chicas lo estaban esperando. Ya no se extrañaron de su valija y maquillajes. Brouillard comenzó a bailar de espalda al público. Dejaba ver una billetera que sobresalía de uno de sus bolsillos traseros. Sus manos se adivinaban seductoras en torno del cuello, simulando ser las de su compañera de baile. Entre risotadas, todas miraban cómo las manos recorrían la espalda y el trasero de Brouillard, hasta que hurtaron la billetera.

Al concluir el baile la chica imaginaria dejó a Brouillard. Y este descubrió que había sido robado. El mimo juntó entonces sus manos y las frotó como si hubiera algo entre ellas. Abrió la palma derecha y con el índice izquierdo hizo como si tocara algo en ella. Su rostro se entristeció. Dio dos besos a aquello que yacía muerto en su mano y lo apretó contra su corazón. Pasó casi un minuto en esa pose. La mano empezó a agitarse. Algo cobraba vida en ella. El rostro de Brouillard se iluminó. Sopló las dos manos juntas y las abrió. Todos vieron en la mirada de Brouillard cómo seguía un ave que remontaba el vuelo.

Cada tarde Saah visitaba el antro. Aquellas mujeres, que habían extraviado el recuerdo de su dignidad, encontraron en el Payaso de Dublín, como lo apodaron, al único hombre que las miró distinto. Un día una de las prostitutas le preguntó:

—Aquel día, el de la chica que le robaba la billetera a Brouillard, ¿qué pieza bailabas?

—Era un tango de Gardel llamado El día que me quieras.

—Ah. La verdad es que no sé mucho de los artistas africanos —Saah sonrió y guardó silencio—. Dime algo: ¿nunca te has enamorado? —preguntó la chica.

—El amor es el único mimodrama que sobrevive a esa muerte llamada olvido —dijo Saah dibujando en su rostro de mimo, donde ningún músculo se contraía sin sentido de expresión, un gesto de tristeza. Ella comprendió su imprudencia, se disculpó y se retiró.

Al cabo de unos meses, Saah supo de un refugio de gitanos que estaba unas calles más al oriente de Berlín. Se despidió de sus amigas y emprendió el nuevo derrotero. Los gitanos le atraían por su familiaridad con el mundo de los circos. Le tomó varias semanas llegar al sótano de un edificio abandonado donde vivían los romaníes.

Uno de los gitanos lo reconoció. Lo había visto en la refriega de la Gestapo en el Deutsches Theater.

—¡Es el mimo negro! —gritó.

Y lo recibieron cantando y bailando. Allí pasó Saah varios años. Vio nacer y morir gitanos. Y vio a otros gitanos que se disiparon en la niebla.

—¡El gran Dios se lo ha llevado! —exclamaba alguno cuando un romaní era detenido por la Gestapo.

No importaba si eran hostiles o no a la ideología nazi. Su culpa había sido nacer gitanos, como la de Saah había sido nacer negro.

Entre gitanos Saah depuró su estilo de pantomima. Aprendió bailes y acrobacias de circo que le resultaron muy útiles. El sentido trágico del destino también constituyó un aderezo para sus dramas. Brouillard no era un simple mimo. Representaba al hombre del siglo XX, enfermo de prisas y vanidades, carente de sentido: un hueco lleno de humo irisado. Brouillard era un Quijote enristrando su lanza de silencio contra los molinos de la arrogancia moderna.

Una tarde Brouillard hizo su aparición en medio de la gitanería. Todos quedaron en silencio, sorprendidos por el atuendo. Saah había dado forma definitiva a su mimo. Vestía pantalón abotinado negro con lunares blancos, un camisón de dormir blanco con una corbata roja y un sombrero chambergo de color negro con una gran pluma roja. El conjunto era ridículo. Solo verle provocaba risa. Saah había hallado un modo cómico para reflejar la tragedia que lo circundaba. Brouillard era el espejo grotesco en el que el hombre del siglo XX miraba su destino.

Se situó en medio del escenario. Empezó a moverse en semicírculo. Parecía que miraba por entre los barrotes hacia el interior de una jaula. Luego se dirigió a un extremo del escenario. Allí hizo girar a una persona que suponía estar de espaldas. Con gestos le indicaba que dentro de la jaula había alguien cautivo. Su rostro de desolación acusó la indiferencia de su imaginario interlocutor. Brouillard se dirigió hasta la jaula e intentó abrir la puerta. No pudo. Estaba cerrada con un candado.

Hurgó en los alrededores de la jaula hasta que encontró algo pesado. Lo alzó y descargó sobre la cerradura. Se adivinaba que era una mandarria. Dio un segundo golpe seco, y un tercero. Brouillard consiguió abrir la jaula. Hizo señas a quien estaba adentro para que saliera, pero no quiso salir.

Brouillard se dirigió nuevamente al extremo del escenario. Por segunda vez dio vuelta a la persona que estaba de espaldas a la jaula. Le explicó en vano que el ave que estaba dentro no quería salir. Otra vez se dibujó un rostro de desolación. Brouillard, con pesadumbre, se dirigió hasta la jaula, la abrió y entró sin cerrar la puerta.

Una vez dentro, empezó a hacer giros, brincos y acrobacias. Dramatizaba vuelos extraordinarios. La audiencia se percató, por los gestos de Brouillard, que el ave lo seguía. El ave finalmente salió de la jaula. En los vaivenes cada vez más espaciados del rostro de Brouillard, se podía apreciar que el ave se había perdido en la distancia. Brouillard, contento, dio un giro en el aire y cayó en un complicado accidente acrobático, aún dentro de la jaula.

Los gitanos se mondaron de risa. El sombrero chambergo quedó tirado boca arriba en un lado. Y Brouillard boca abajo en otro lado. Todo el infortunio se había visto tan gracioso que uno de los gitanos cayó de su silla en medio de un ataque de risa, lo cual disparó la hilaridad de todos. Al cabo se hizo un silencio sepulcral. Brouillard seguía tendido en el piso, abriendo y cerrando la boca. El ave estaba muriendo. Aquel contraste pareció excitar las más encontradas emociones. Unos lloraban la muerte del ave. Otros aplaudían y gritaban vítores.

Pero Brouillard no se levantaba. Pasó un tiempo excepcionalmente largo tendido. Algunos gitanos sospechaban que el accidente no había sido una actuación. Cuando la audiencia se turbó con murmullos, Brouillard empezó a mover los brazos. Abrió y cerró la boca. Se incorporó tambaleante y empezó a batir las alas hasta que alzó el vuelo.

—¡Miren, el pájaro resucitó! —gritó una gitana.

Brouillard planeaba, batiendo solo de cuando en cuando las alas. Parecía el vuelo de un águila. Hizo varios círculos concéntricos, cada vez más amplios, como si los límites de la jaula se expandieran. Finalmente desapareció en el fondo del escenario. La jaula se disipó. Al cabo de un minuto los gitanos comprendieron que la obra había terminado y aplaudieron.

Saah salió. Ya no tenía maquillaje. Como siempre, guardó silencio cuando le preguntaron por el significado de aquella pantomima que él llamó Liberté. A partir de entonces, pondría nombres franceses a sus pantomimas en homenaje a Pierrot.

Saah fue incomprendido, aunque le profesaban gratitud por lo que hacía. Haberse quedado, primero en el Berlín nazi y luego en el Berlín comunista, parecía un disparate. Saah había intuido el espíritu de los nuevos tiempos. Comprendió que el desencanto era como un frío que pasmaba el anhelo de reescribirse, aunque fuera sobre viejos pergaminos.

Saah supo del minimalismo y del conceptualismo, de la figuración libre y del pauperismo, del pop y del neoexpresionismo. Supo del vacío que significa un malestar que solo se expresa. Pensaba que era necesario hacer algo más que solo cultivar ese malestar llamado posmodernidad. Sus pantomimas se hicieron profundas, tragicómicas y críticas. Él se hizo cada vez más silencioso.

Un día vio en la TV a un mimo francés llamado Marcel Marceau. Descubrió que Bip, el payaso de Marceau, era Brouillard que había logrado salir de la jaula. «¡Hay un mimo que hizo del mundo su escenario!», pensó. Fue hasta la recámara y tomó un Brouillard de trapo que las gitanas le habían obsequiado. Ahora estaba tranquilo. El único pensamiento que por años lo había atormentado acababa de expirar en su mente: huir de Berlín Oriental para llevar su Brouillard a otros infelices del mundo.

La última pantomima que Saah montó se llamó Jardin des Nuages. Dramatizaba un jardinero que cultivaba nubes. Representaba el ascenso de los personalismos e ideologías del siglo XX. Al salir a escena, Brouillard aparecía sembrando una planta. Y luego otra y otra. Cuando sembraba la tercera, la primera se esfumaba al cielo. Así una y otra vez, a pesar de los esfuerzos de Brouillard por atraparlas.

Al cabo, Brouillard brincó. Algo había caído a su lado. Miró al cielo. Su rostro se constriñó de preocupación. Volvió a brincar un par de veces. Ahora Brouillard huía de un lado a otro. Parecía que caían rayos. Todavía saltaba cuando fue azotado por la brisa. Hizo esfuerzos por no dejarse arrastrar, pero terminó rodando por el suelo entre vueltas, y los gitanos rieron a carcajadas.

Todo se calmó. La ventisca había cesado. Brouillard dibujó un rostro de pánico. Puso su palma izquierda hacia arriba. Se presentía el aguacero. No había modo de protegerse. Parecía un cataclismo. El tramoyista alzó por los aires a Brouillard. El payaso hizo contorsiones para no morir en medio de la marejada. Iba de un lado a otro. Sacudía sus brazos. Finalmente quedó inmóvil, flotando. Y se perdió en la oscuridad del fondo del escenario. Los romaníes aplaudieron.

Saah salió a saludar. No se había quitado su vestuario. Los gitanos estaban confundidos. No sabían si había concluido la representación. Sin embargo, habló:

—La muerte es el más auténtico mimodrama porque nos sobreviene en medio de un silencio perfecto.

Sin quitarse el vestuario, abrió la puerta del antro y se despidió con su habitual gesto, en silencio, antes de disiparse en la niebla.

©2015 Jerónimo Alayón.

Jerónimo Alayón, Las alas del escorpión (Caracas: edición del autor, 2015), 173-184.

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