El tiempo es el ángel del hombre, Jerónimo Alayón.

El tiempo es el ángel del hombre

El tiempo es el ángel del hombre

Friedrich Schiller

Si usted despliega una regla centimetrada entre dos puntos, habrá cuantificado la longitud que los separa, pero… ¿acaso esa medida da cuenta, siquiera aproximada, de la riqueza de espacio que hay allí? Del mismo modo, el lapso que medimos con nuestros relojes apenas alude a la distancia (movimiento) entre dos momentos (como sugería Aristóteles), y es una pobre referencia del tiempo porque no alcanza a representar lo contenido en ese segmento cronológico. Ahora bien, dicha magnitud no sería posible de medir y, por ende, no habría manera de dar fe de la innumerable pluralidad temporal que la contiene si no tuviésemos conciencia de ello. Sin alma no existe el tiempo.

Valga decir, un poco a tenor académico, que ya desde los presocráticos quedó marcada a fuego una distinción entre dos concepciones del tiempo en tanto que categoría ontológica, nociones que se contraponen esencialmente en Heráclito y Parménides: la primera como devenir, la segunda como ausencia de sucesión, y que con sus peculiares matices y variaciones han evolucionado en el decurso de los siglos hasta hoy.

Así pues, se fueron configurando dos maneras de entender el tiempo: una en la que se lo asume en cuanto que categoría extramental (tiempo físico), cuantificable y divisible, y otra en la que se lo concibe como mental (tiempo psíquico), inmensurable e indivisible. Al primero corresponde el lapso, magnitud medible, mientras que al segundo le atañe la temporalidad, tiempo interno de la conciencia unitaria de las vivencias, concebida en tanto que duración.

No ahondaremos más en la revisión histórica de las concepciones filosóficas de la noción de tiempo —acaso salpimentaremos puntualmente—, pues no es el sentido de este breve ensayo, sino una aproximación empírica y personal a la vivencia del tiempo interno de la conciencia, con lo cual se trata más de unas reflexiones sueltas y al voleo que de un esfuerzo metódico de pensar el problema ontológico de la temporalidad, todo ello, quizás e irremediablemente, adornado de matices un tanto poéticos.

Un aspecto interesante del tiempo interior de la conciencia es la singularidad de cada vivencia, esto es, del modo como vivimos cada momento. Aquí es inevitable recordar la metáfora del río de Heráclito («es imposible bañarse dos veces en el mismo río») y la paradoja de Teseo (¿es el mismo barco aquel al que se le han renovado todas sus partes?), pues pareciera que aun viviendo momentos idénticos —como ocurre en ciertos procesos burocratizados o en otros rutinarios— tenemos vivencias muy disímiles, dado que algo o todo cambia sin que varíen las formas.

Esta cualidad singular de la vivencia bastaría para ratificar el carácter lineal del tiempo que san Agustín apuntó como distentio animi, una disposición del alma a un presente en el que se recuerda (pasado), se contempla (presente) o se espera (futuro). Hay, sin embargo, otras manifestaciones del tiempo interior de la conciencia que no son tan lineales como, por ejemplo, el déjà vu. Al margen de las explicaciones científicas, lo que «sentimos» cuando lo experimentamos es una suerte de recuerdo futuro, un trozo de memoria que se anticipa, y en este punto estoy consciente de estar dislocando la «normal» sucesión temporal, pero ¿quién ha dicho que el tiempo deba ser uno, lineal y progresivo?

Sin alma no existe tiempo y solo en ella el ángel del tiempo puede convocarnos a la belleza absoluta…

Uno de mis pasajes preferidos de las Confesiones, de san Agustín, es aquel del Libro XI en el que dice: «In te, anime meus, tempora metior» (en ti, alma mía, mido los tiempos). Y más adelante el Águila de Hipona habla de sentir el tiempo en el alma, sobre lo cual aclara: «La sensación que en ti [el alma] producen las cosas que pasan y que permanece cuando han pasado es lo que yo mido como presente».

Yo creo firmemente en este «sentir» interno del tiempo porque lo experimento, incluso en formas muy extrañas, pues en ocasiones puntuales y dramáticamente definitivas de mi vida he «sentido» cómo pasado, presente y futuro se hacen un singular continuum, como si mi temporalidad se aplanase sin divisiones cronológicas, ¿una suerte de intuición de la eternidad, quizás? Y a cada «sentir» así de mi tiempo, ha sucedido, sin excepción, un cambio definitivo en mi vida, material o espiritual, razón por la cual defino dicha sensación como un gozne del tiempo.

El tiempo es un misterio insondable. ¿Cómo explicar que los decesos de mi padre, de mi suegra y de mi suegro, por ejemplo, tres personas primordiales en mi vida, hayan tenido lugar a catorce años y dos meses exactos de distancia contando desde mi fecha de nacimiento? El de mi padre a mis 14 años de edad y dos meses, el de mi suegra a mis 28 y dos meses, el de mi suegro a mis 42 y dos meses. ¡Catorce años y dos meses exactos!, todos entre diciembre y enero, en Navidad, y mi padre y mi suegro fallecidos, ¡ambos!, un viernes 12 de diciembre. El tiempo es un misterio insondable… Cualquier cosa que pretendamos pontificar respecto de él no pasará de ser necia y vana soberbia. Yo elijo la humilde perplejidad de quien, sin entender nada, se abisma en su misterio.

Y dicho ello, me recojo en la máxima de Schiller que sirve de epígrafe y título a este ensayo: «El tiempo es el ángel del hombre», frase que rescata para el tiempo dos dimensiones, una mítica y otra mística. La primera remite probablemente a las ὧραι (hôrai), las horas, deidades mensajeras de Zeus en la Grecia antigua que ordenaban la naturaleza y las estaciones. La segunda alude a la concepción agustiniana del tiempo en tanto que intentio animi, esto es, una disposición del alma a la eternidad. En medio de tanto materialismo y realismo, hemos olvidado dicha concepción, y valdría la pena rescatar siquiera algo de ella.

La noción mítica que del tiempo tenían aquellos griegos estaba signada por lo bello (horaîos), de modo que solo la belleza en cuanto que armonía y justa medida puede estar contenida en el tiempo. Lo feo (áoros), por antonomasia, es anacrónico. Por tanto, quien vive en equilibrio consigo mismo despliega belleza y está en el tiempo y a tiempo.

La noción mística nos remite a la concepción del tiempo como un ángel, un mensajero de la divinidad que nos llama desde y a la eternidad, que nos recuerda que en nuestra eternidad interior (alma) habita el tiempo en modo innumerable como belleza de Dios con la cual estamos llamados a resonar. Sin alma no existe tiempo y solo en ella el ángel del tiempo puede convocarnos a la belleza absoluta… aunque no entendamos su clamor.

Alayón, Jerónimo. «El tiempo es el ángel del hombre». El Nacional. 25 de marzo de 2022. https://www.elnacional.com/author/col-jeronimoalayon/.

© 2022 Jerónimo Alayón

© 2022 El Nacional

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