Ethica cordis y belleza
Cualquier acto de habla que prescinda de la compasión corre el riesgo de ser autoritario. No pocas veces el imperio del propio raciocinio ha devenido en tiránico. Lo cierto es que estamos rodeados de personas que, con razón o sin ella, articulan la realidad a la conveniencia de sus intereses o de sus convicciones, y todo sin el más mínimo consenso.
La filósofa española Adela Cortina ha planteado al respecto la necesidad de una ethica cordis o ética de la razón cordial, una suerte de ἦθος (ethos) mínimo al que le son esenciales cuatro componentes: apertura, reconocimiento, compromiso y esperanza. Podría decirse que la profesora Cortina se ha dedicado a elaborar un desarrollo personal del tercero de los modos persuasivos de la retórica aristotélica, pues el ejercicio de la ciudadanía es principalmente retórico-persuasivo.
El punto de quiebre de Cortina con la retórica aristotélica ocurre exactamente en la primacía que el Peripatético otorga a la credibilidad y reputación del hablante: si este solo afinca su ethos en su prestigio, insinúa la catedrática, se estará abonando el terreno para el totalitarismo. No hace falta recordar, me parece, cómo los grandes tiranos de la humanidad se han ofrecido sistemáticamente como modelos de heroísmo y adalides del nacionalismo.
La apertura al otro supone una apuesta por valores, intereses y convicciones universalizables, pasar de la voz propia y unánime a la plural. He aquí el primer antídoto contra la proliferación de déspotas y adoctrinamientos: educar las capacidades de crítica y diálogo. Un ciudadano acostumbrado a exponer su pensamiento al análisis ajeno no solo se hace tolerante, sino que adquiere el hábito de la escucha. No hay manera de abrirse al mundo moral con los oídos taponados. Todo acto de habla ciudadana debería ser, por antonomasia, dialógico si se pretende que sea cordialmente ético. Estamos rescatando el valor etimológico del adjetivo cordial, esto es, ‘del corazón’.
La apertura conlleva el reconocimiento del otro y de su discurso, sabiéndose, claro está, interlocutores válidos. No solo se trata de escuchar el predicamento ajeno, sino de analizarlo desde la capacidad de estimar los valores positivos y universalizables, así como de oponerse a los negativos. Tal práctica implica poner bien alto el listón de la intersubjetividad y la interdependencia de una racionalidad comunicativa que tiende a la construcción social por medio del diálogo y el mutuo entendimiento, con el fin de evitar la tan manida instrumentalización recíproca que apenas busca la maximización de ciertos beneficios.
El diálogo tomado en serio conduce al compromiso con la justicia. Los fundamentalistas, por el contrario, se niegan a la más mínima revisión crítica de su discurso y, por ende, a la compasión. Quien carece de capacidad para compadecerse, según afirma la filósofa española, no solo es incapaz de apercibirse del sufrimiento ajeno, sino que también lo es de reconocer la injusticia que padece el otro e indignarse por ello. Estamos cundidos de analfabetas emocionales y de adictos al conflicto que se constituyen en fuente permanente de conculcación de los valores de equidad.
La asunción de lo más justo exige el concurso del reconocimiento consensuado de valores e intereses universalizables. Se trata, pues, de forjar un vínculo comunicativo entre los ciudadanos que estribe tanto en la dimensión argumentativa (λόγος, logos) del discurso como en la compasiva (siendo esta parte del πάθος, pathos). En este punto, Cortina nos recuerda la advertencia pascaliana de que conocemos la verdad —y, por ende, la justicia— por la razón y por el corazón. La construcción de un ἦθος (ethos) cordial en cuanto que vaso comunicante entre dos de los modos persuasivos de la retórica aristotélica (logos y pathos) constituye un novedoso aporte de la catedrática española a la ética de la πόλις (polis).
Por último, la esperanza radica en la confianza de que será posible alcanzar tal consenso sobre los valores e intereses universalizables, como vía para alejarse de los seudoconsensos que impone el emotivismo social del populismo, la demagogia, la posverdad y toda una fauna de invocaciones y evocaciones de emociones socialmente corrosivas. Hay que despojar los discursos públicos de tanto ácido emotivo.
Ahora bien, ¿por quién sentir compasión? En principio, por todos. Cortina, sin embargo, con el tiempo pareciera haber centrado su atención en los más desfavorecidos socialmente, en los menesterosos. Célebre es ya su acuñación del término aporofobia para referirse a la aversión a los pobres. Incluso la deslinda de la xenofobia, pues según la filósofa española, solo los extranjeros indigentes concitan nuestro rechazo. En definitiva, aquellos que amenazan nuestra comodidad al demandar una ayuda que no devolverán, ya que están al margen de la natural dinámica social del dar y el recibir.
La ética cordial que propone Cortina tiene el fiador de la balanza en la justicia y la solidaridad. Me parece oportuno, no obstante, traer a colación parte del pensamiento de los primeros idealistas alemanes para imbricarlo con el de la pensadora española, pues la solidaridad no pocas veces entraña el riesgo de crear dependencia emocional, esa tara moderna que es el clientelismo político.
En aquel temprano proyecto o programa del idealismo alemán (ca. 1796), atribuido conjeturalmente a Hölderlin, Schelling y Hegel, se parte de una pregunta rectora que es el trasfondo de la cuestión planteada por Cortina: «¿Cómo ha de estar formado un mundo para un ser moral?». Lo que sigue es un desarrollo filosófico tan audaz que sorprende por la fecha en que fue concebido y por el impacto que hubiera tenido en nuestra sociedad de no haberse quedado inmerso en la niebla del tiempo… ahora parcialmente rescatado por la filósofa española.
El misterioso autor de tal programa concebía la idea de la belleza como unificadora del todo: «el acto más elevado de la razón, aquel en el que ella [la belleza] abraza todas las ideas, es un acto estético, y verdad y bondad solo están hermanadas en la belleza. El filósofo debe poseer tanta fuerza estética como el poeta». Después expresaba la necesidad de un «monoteísmo de la razón y del corazón». Se planteaba así una suerte de sinestesia en la que el arte debía aproximarse a la filosofía para hacer racional al pueblo, en tanto que la filosofía debía aproximarse al arte para hacer sensibles a las personas, todo con el fin de que reinara «una unidad eterna entre nosotros», llamada por Hölderlin en el Hiperión «armonía de los espíritus», «el principio de una nueva historia del mundo», armonía que estaría más cerca de la fraternidad que de la solidaridad.
Ciertamente asusta de aquel programa su atrevido optimismo, que pareciera encarnar la esperanza de la que habla Cortina. Lo que vale la pena destacar, sin embargo, es la incorporación aquí de la belleza como vector gnoseológico de la verdad y la justicia, sin duda, de clara resonancia platónica porque —claro está— ¿cómo conocerlas desde el corazón sin el concurso de la estética? Ya sabemos que no es una condición sine qua non, pero sí que perfecciona —y mucho— el apercibimiento de lo justo y verdadero.
Si como planteaban aquellos incipientes idealistas alemanes, el mundo es reflejo del hombre o, dicho de mejor modo, el hombre reconoce en el mundo el reflejo de su propia alma, la altura de la belleza interior condiciona el reconocimiento de la exterior y, por extensión, de lo verdadero y justo. Por consiguiente, la asunción de una ethica cordis debería suponer, además de los componentes ya señalados, la belleza en cuanto que aglutinador de estos, es decir, la estética como el non plus ultra de una ética de la cordialidad.
Si a la virtud de un corazón lúcido (καρδία, kardía) propuesta por Cortina sumamos la virtud de la belleza interior propugnada por los idealistas alemanes (las almas bellas de Schiller), sería posible una sociedad en la que los ciudadanos no experimentaran hiato alguno entre sensibilidad estética y racionalidad como guías de su accionar ético. Pasaríamos, de una vez por todas, de la moralidad del deber a la de un corazón lúcido, la del ama et quod vis fac (‘ama y haz lo que quieras’) de Agustín de Hipona.
© Jerónimo Alayón y El Nacional. https://bit.ly/3KcYCYv
CITA CHICAGO:
Alayón, Jerónimo. «Ethica cordis y belleza». El Nacional. 7 de noviembre de 2024.
CITA APA:
Alayón, J. (2024, 7 de noviembre). Ethica cordis y belleza. El Nacional.