Grillos, estrellas, flores y Fibonacci
Hay un específico canto de grillo que me transporta a las noches de domingo de mi infancia, en aquella ahora distante avenida París de La California Norte, en Caracas. Siempre he sentido fascinación por las estridulaciones de los grillos, los cielos estrellados y las plantas. De muchas maneras se conectan entre sí. Se podría decir que vivo absorto en ello. Sin embargo, semejantes aficiones forman parte del equipaje que a diario me recuerda que soy un extranjero… en medio de un mundo demasiado (pre)ocupado por las «cosas serias».
Si uno afina el oído, es posible escuchar no menos de ocho a diez tipos de cantos de grillo. En las noches calurosas cantan más rápido que en las frías, y cuanto más plural es su estridulación, más probabilidades hay de que llueva. Así pues, con el cielo plomizo y las estrellas ausentes, la grillada forma un coro premonitorio de mal tiempo que las plantas agradecerán.
Si bien el canto del grillo suele ser bastante estable en su frecuencia, algunas noches apacibles y frías de noviembre, cuando en estas montañas está más en flor la Tithonia diversifolia, es posible escuchar a uno que otro cantar la serie de Fibonacci hasta el ocho. Después saltan a diez o doce estridulaciones. Lo cierto del caso es que Fibonacci está en el coro de los grillos, en las galaxias espirales como nuestra Vía Láctea y en la flor de la Tithonia. Quizás la armonía oculta que Heráclito declaraba como superior a la visible esté en ese número áureo que soporta la serie de Fibonacci y casi todo cuanto de bello hay en el universo… 1,618.
Justo en noviembre ocurre en los cielos junquiteños el orto helíaco de la constelación de Orión, cuyo cuerpo central está conformado por ocho estrellas, tres al medio constituyendo el asterismo conocido como cinturón de Orión (Alnitak, Alnilam y Mintaka) más otras cinco —otra vez Fibonacci— que dibujan las rodillas (Saiph y Rigel), los hombros (Betelgeuse y Bellatrix) y la barbilla (Meissa) del mítico gigante cazador. Claro, si viajásemos hacia Orión, sufriríamos la decepción de verlo desvanecerse, de descubrir que ese tapiz que observamos desde la Tierra no es plano y que algunas de sus estrellas están distanciadas entre sí por 600 años luz. Orión no existe más que en nuestra fantasía y, aun así, es maravilloso.
Cada noviembre, arriba, Orión vuelve a dar caza con sus dos canes (Canis Maior y Canis Minor) a las Pléyades, Lepus y Taurus. Mientras, abajo, cantan su áurea secuencia los grillos, y las flores de Tithonia vuelven a lucir en temporada sus áureos trece pétalos… con sus espirales de Fibonacci al centro.
El universo es un símbolo. Todo cuanto nos rodea solo es descifrable parcialmente. Sabemos que los grillos cantan para aparearse y marcar territorio… y que este canto está estrechamente relacionado con la temperatura del medio ambiente, pero… sería iluso pensar que ese es el único cometido de una estructura rítmica tan complicada que al unirse a la de otros grillos conforman una melodía y armonía, es decir, música. Creemos que la espiral de Fibonacci en el botón de la Tithonia obedece a un aprovechamiento más eficiente de la luz solar, pero… ¿eso es todo? ¿Huracanes, galaxias espirales, botones de Tithonia y caracoles Nautilus repiten ese mismo patrón espiral solo en nombre de una eficiencia natural?
¿Cuál es, realmente, la clave de toda esta armonía… la armonía oculta? Sé que es una pregunta absurda porque quizás nunca consiga responderla más allá de su creador, puesto que es evidente que un ser superior forjó semejante complejidad que va desde el ADN humano hasta la conformación de las galaxias espirales. Ese cielo que vemos en las noches diáfanas está plagado de tantos fractales como hay en nuestra microscópica realidad biológica. Sin embargo, hace mucho que no me hago preguntas para obtener respuestas, sino para escalar cada vez más alto en aquellas, pues la pregunta más álgida y profunda será, a un mismo tiempo, la que me abarque en el todo, en la absolutez, y sospecho que dicha interrogante me sobrevendrá en el último instante de mi existencia.
Después de oír grillos, mirar estrellas y contar aquenios en el botón de una flor de Tithonia, después de intuir una armonía interyacente en todo cuanto de natural me rodea, toca enfrentar al autor por antonomasia de todo el desequilibrio que es posible en este planeta, al hombre. Nunca entenderé esa obstinada manía de poner el listón bajo, de conculcar a otros sus derechos, de hacer mediocremente lo que casado con la excelencia habría reportado bienestar a tantos. Después de que la naturaleza nos da lecciones de una estética magistral, nosotros terminamos pisoteando la ética, olvidando que la ética debía ser la estética de las relaciones humanas. Solo quien aspira a la belleza en el modo de relacionarse con otros ha descubierto su principal secreto: el ἀγάπη (agápē, ‘amor universal’).
Es difícil no decepcionarse, darse la vuelta y abandonarlos a su suerte. Los humanos a veces podemos ser lo más parecido a una bandada de moscas sobre la carroña, cada uno pugnando por su mezquino y fétido trozo de realidad. Sin embargo, muy de cuando en cuando, aparece en la estrecha visual de la puerta de mi oficina alguien que es portador de una inocencia extinta, y entonces cobra sentido no marcharse. Pensando en esos cada vez más escasos recaderos de un mundo que fue y ya no es, escribí alguna vez estos versos, que reposan en un libro aún inédito (Fulgores), y que no sé si algún día me anime finalmente a publicar:
No sé si puedas salvarme
no sé si yo desee salvarme de la luz tan sola
pero si por un instante tú quieres
yo regresaré a tu mundo
valdrá la pena por una sola palabra
dentro de tu
luz
© Jerónimo Alayón y El Nacional. https://bit.ly/3KcYCYv
CITA CHICAGO:
Alayón, Jerónimo. «Grillos, estrellas, flores y Fibonacci». El Nacional. 18 de abril de 2025. https://is.gd/slS54p
CITA APA:
Alayón, J. (2025, 18 de abril). Grillos, estrellas, flores y Fibonacci. El Nacional. https://is.gd/slS54p