Humanidades y universidad
Lo nuevo se apoya en lo viejo, y lo viejo aflora en lo nuevo: no hay tradición sin progreso, pero tampoco hay progreso sin tradición.
A. Rodríguez Bachiller
De cuando en cuando suenan las voces agoreras que avizoran un futuro académico sin humanidades, descartadas como si fueran una ruina del pasado de cuyo lastre debe librarse la universidad moderna. Cada vez que escucho tales pronunciamientos, mi convicción se refuerza: las humanidades son hoy más necesarias que nunca. Su principal fortaleza intelectual reside en cultivar un pensamiento que resuena con la complejidad de la condición humana, enlazando tradición y progreso en una fecunda síntesis.
Si planteara una ecuación matemática en la pizarra y preguntara a mis alumnos su opinión, la respuesta sería unánime: correcta o incorrecta. El debate subsiguiente se centraría en el procedimiento empleado. Las ciencias, en su rigor, inculcan una lógica estructural y procedimental esencial, donde el espacio para lo subjetivo es mínimo. La discusión sobre la realidad se circunscribe, por tanto, a los límites de la evidencia científica. Reitero, este modo de pensamiento es fundamental para el avance científico, sin el cual el conocimiento sería caótico, pero… es incompleto.
Volviendo al ejemplo inicial, si en lugar de una ecuación, escribiera en la pizarra la sentencia de Heráclito: «Los asnos prefieren la paja al oro», se desencadenaría un debate rico y diverso. Emergerían análisis desde múltiples perspectivas: filosófica, estética, sociológica e histórica. Más aún, la controversia conduciría inevitablemente a diversas interpretaciones, pues en la esencia del humanista reside una resistencia natural al pensamiento único. La lógica humanística es inherentemente cuestionadora, siempre dispuesta a la objeción que impulse el discurso hacia nuevos derroteros. Ortega y Gasset ya nos iluminó al afirmar que la vida es «historia-verdad»: la verdad se construye a medida que nos construimos a nosotros mismos y, por ende, es intrínsecamente plural.
Las humanidades nos adiestran para la rebeldía intelectual, para formular preguntas incómodas, aquellas que indagan en las causas primigenias y últimas de la existencia, en el sentido trascendental de lo que cuestionamos. No es casualidad que ciertos gobiernos prioricen la financiación de las ciencias, relegando las humanidades a la precariedad. Un humanista genuino será siempre una figura incómoda para el poder, precisamente por su independencia de criterio. Necesitamos que nuestros ingenieros, médicos, físicos, químicos y demás profesionales científicos cultiven esa misma indocilidad ante cualquier forma de poder.
Uno de los peligros más acuciantes del cientificismo, cuando se erige en tanto que fetiche y mito moderno, es su sumisión ante el poder económico. El propósito último de la ciencia y la tecnología debería ser el bienestar de la humanidad, no su instrumentalización como meros recursos para la acumulación desmedida de riqueza. ¿Es realmente necesaria una obsolescencia tecnológica tan acelerada que nos impulse a un consumo vertiginoso de bienes, poniendo en riesgo el futuro de las generaciones venideras, condenadas a vivir un planeta desértico?
Las humanidades en la universidad enseñan al futuro profesional que la profundidad de las preguntas determina la calidad de las respuestas. Un humanista que abandona el hábito de cuestionar la realidad adolece de anemia intelectual y espiritual. Ernesto Sábato, doctor en Física, reconocía que su acercamiento a las ciencias fue impulsado por una búsqueda espiritual. Aun siendo un escritor consagrado, mantuvo siempre un diálogo interno entre el saber científico y el humanístico. Podemos discrepar de sus argumentos, pero cuando afirmaba que un astrónomo contempla las estrellas buscando en ellas algo que la tierra no puede ofrecerle, nos desafiaba a agudizar nuestro pensamiento.
Las humanidades proponen al estudiante universitario una constante gimnasia intelectual. Independientemente de la disciplina que elija, sumergirse en un filme de Tarkovski, contemplar un lienzo de Munch o una fotografía de Tillmans, leer una novela de Faulkner o un poema de Eliot, escuchar una sinfonía de Mussorgsky, presenciar una coreografía de Bausch o admirar la obra monumental de Gaudí representan un desafío estimulante para la inteligencia y la sensibilidad.
Ahora bien, el cultivo de la inteligencia como simple práctica vanidosa carece de sentido. Las humanidades no son una justificación para alimentar egos desmedidos y pretensiones de superioridad intelectual. El verdadero mérito reside en la constancia. El ejercicio del intelecto debe abordarse con disciplina y perseverancia, con un objetivo claro: explorar la riqueza, amplitud y hondura del quehacer humano. En esencia, comprender la complejidad del mundo desde la lente de la diversidad humana.
Cuando un profesional, sea odontólogo, filósofo o físico, se enfrenta a la realidad con un sólido bagaje humanístico, estará mejor preparado para apreciar la intrínseca heterogeneidad de cada acto humano. En toda acción individual palpita el flujo de la humanidad entera: su pasado, presente y futuro. «Ningún hombre es una isla», nos recordó John Donne hace cuatro siglos.
Esta conciencia de la pluralidad es un antídoto eficaz contra el pensamiento dogmático y los fanatismos que de él se derivan. Nadie es tan pernicioso como aquel que niega la diversidad inherente a la condición humana, coartando el criterio de sus semejantes. Tales figuras esperpénticas merecen el más profundo rechazo de toda inteligencia formada en la tolerancia y la amplitud del espectro humano. Su mera existencia es la prueba palpable de que necesitamos, hoy más que nunca, las humanidades en nuestras universidades.
© Jerónimo Alayón y El Nacional. https://bit.ly/3KcYCYv
CITA CHICAGO:
Alayón, Jerónimo. «Humanidades y universidad». El Nacional. 7 de febrero de 2025. https://bit.ly/3CKjvcm
CITA APA:
Alayón, J. (2025, 7 de febrero). Humanidades y universidad. El Nacional. https://bit.ly/3CKjvcm