La intermitencia de la belleza

La armonía invisible vale más que la visible.
Heráclito

Siempre existe la belleza. Unas veces es evidente y otras no. La que apreciamos está soportada por otra invisible, y sin importar cuan recóndita sea esta, es imperecedera. Aquella se halla sometida a los accidentes del mundo, que no son pocos, y en ocasiones resulta tan afectada que pareciera evanescerse ante nuestros ojos, pese a lo cual no deja de seguir en correspondencia con la armonía oculta que le da su ser.

Con frecuencia solo apreciamos la belleza evidente, la que se revela ante nuestros sentidos, esa que los artistas somos susceptibles de traducir en un código estético, pero… ¿qué hay de aquella otra, menos perceptible y más profunda, que la hace posible? ¿Cómo se imbrican ambas? ¿De qué manera alcanzar la contemplación de la armonía invisible?

Desde niño siempre me atrajo el asunto de la belleza, especialmente la que reside en el orden natural. A mis nueve años cultivaba plantas florales en la terraza de mi casa y ya me preocupaba la intermitencia de lo bello: entender por qué mis flores eran perecederas y cuál era la razón por la cual la florescencia de aquellos vegetales resultaba discontinua… Recuerdo haberme preguntado por qué una mata tenía que ser temporalmente solo verde, como otras que no florecen, cuando me parecía evidente que era más hermosa florecida. Aquel fue el tema de uno de mis primeros poemas infantiles, escritos bajo la tutela de mi abuela poeta, y hoy lamentablemente perdidos…

Cuando se dice que la belleza es fugaz quizás se quiera explicitar su evanescencia y alternancia entre la armonía visible y la invisible. A mis doce años, de la mano de mi padre, me aficioné a mirar con él el firmamento. Noche tras noche subíamos a aquella misma terraza con el telescopio, algún libro de astronomía, un cuaderno de anotaciones y mucha curiosidad. Si no había estrellas, nos quedábamos contemplando la maravilla del cielo nocturno tapizado de nubes.

Había en aquel edredón nebuloso armonía y paz, y entonces jugaba con mi padre a imaginar dónde estaban las constelaciones, ocultas tras el velo de las nubes. Creo que fue cuando comprendí que a veces un tipo de belleza oculta a otro de características muy diferentes, como las que distancian a un astro de una nube, o a las hojas verdes de las inflorescencias de mis plantas… unos metros atrás de nuestro puesto de observación. Aún hoy conservo ambas costumbres, cultivar flores y mirar al cielo de noche.

Siempre existe la belleza. La visible se alterna en sus diferentes manifestaciones ostensibles. Su aparente intermitencia son la sístole y la diástole de la armonía, el pulso vital de la creación, bajo el cual subyace la armonía invisible que hace posible todo cuanto de hermoso hay, y cuya contemplación es, a mi modo de ver las cosas, el sentido más profundo que se pueda otorgar a la existencia.

Donde vivo, por ejemplo, abundan las plantas de botón de oro (Tithonia diversifolia), confundida a menudo con la de árnica, si bien sus propiedades y apariencia de la flor son muy similares. Hay dos momentos del año (marzo-mayo y, especialmente, octubre-noviembre) en que sus florescencias amarillas alcanzan el esplendor. Aunque uno quisiera, sería imposible hallar alguna marchita… un auténtico espectáculo a los ojos. Dos o tres meses antes, con menos flores, sus hojas son de un verde hermoso y de un tamaño tan exuberante que hacen presentir la salud del aire en estas montañas. Me gusta contemplarlas todo el año: hay en el botón de oro una suerte de aritmética de la belleza, una especie de armonía oculta que diseña la ostensible.

Del mismo modo, en todo cuanto pueda percibir por mis sentidos (hiperestésicos por el trastorno sensorial presente en algunos casos de síndrome de Asperger), consigo percatarme de la existencia de una armonía oculta que rige a cabalidad lo bello del universo. Me gusta oír de noche el canto de los grillos, y discrimino unos ocho a diez diferentes, pero armónicamente orquestados, una bellísima sinfonía natural, y me pregunto por los sonidos que, a pesar de mi hiperacusia, están allí y no alcanzo a escuchar. Se hallan ocultos a mí y, sin embargo, forman parte de una polifonía absolutamente armoniosa que escapa a nosotros. Siempre existe la belleza, y está más allá de nuestras limitadas posibilidades.

Ahora vuelvo a las plantas de mi niñez. Ya no existen… más que en mi memoria, pero allí reside una armonía oculta, la de la belleza que nos habita y determina. No la apreciamos en nuestro universo interior del mismo modo que en el cosmos exterior hay frecuencias de luz y sonido, en perfecta consonancia, que jamás alcanzaremos a percibir y, sin embargo, hacen posible otra belleza ostensible.

Creo firmemente en que hay una suerte de aritmética divina que ordena toda la belleza, oculta y ostensible, y cuya contemplación indirecta nos hace no solo mejores y más humanos, sino que nos acerca a la razón por la cual estamos aquí: participar de la polifónica cadencia del universo… ser flujo del pulso vital de la creación… expandir por medio de nosotros el acto creador inicial… aunque a veces pensemos que la belleza se haya evanescido: en la sístole de la armonía, lo bello fluye silencioso hacia los confines del entramado armonioso del cosmos… porque aquella siempre existe y es imperecedera.

© Jerónimo Alayón y El Nacional.
© Jerónimo Alayón (fotografía)

CITAR COMO:
Alayón, Jerónimo. «La intermitencia de la belleza». El Nacional. 21 de octubre de 2022. https://wp.me/pbjMCM-2qF

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