Pregúntale al caballo…
Un antiguo relato zen narra el encuentro entre un caminante que transitaba plácido por una vereda y un jinete que galopaba veloz hacia él. La premura del jinete sugería un destino apremiante. Al cruzarse, el caminante, movido por la curiosidad, inquirió: «¿A dónde vas». La respuesta del jinete fue desconcertante: «¡No sé! Pregúntale al caballo…».
Este relato ancestral ha sido objeto de múltiples interpretaciones a lo largo del tiempo. En la película Bad Boys for Life (2020), por ejemplo, el capitán Howard, minutos antes de ser asesinado, comparte esta historia con el detective Mike Lowrey, sugiriendo que el caballo simboliza los miedos. El capitán enfatiza cómo el jinete, preso de la angustia, ni siquiera se detiene a considerar su destino. La interpretación de Howard no carecía de fundamento, pues es sabido que el miedo puede desbocar a los equinos. En esta historia, el caballo se erige como metáfora de aquello que, pudiendo controlar, permitimos que se escape a nuestro dominio.
Manuel Mindán sostenía que la razón debía iluminar el camino hacia la verdad, mientras que la voluntad debía impulsarnos a recorrerlo. La palabra verdad siempre genera en mí una profunda inquietud debido a su naturaleza escurridiza y compleja. Sin embargo, Mindán ofrece una perspectiva conciliadora: define la verdad como aquello que conduce al ser humano a ser bueno, libre y auténticamente humano. En este contexto, el caballo desbocado de la historia zen representa precisamente todo aquello que nos desvía de esta aspiración fundamental. Pero, inevitablemente, surgen interrogantes: ¿bondad para qué o para quién? ¿Libertad de qué o para qué?
La noción de bondad, en sí misma, es intrínsecamente problemática y multifacética. En el Medellín de los años ochenta, por ejemplo, algunos consideraban a Pablo Escobar Gaviria un benefactor, argumentando que el dinero proveniente del narcotráfico y la extorsión se utilizaba para construir canchas de fútbol. Esta anécdota ilustra la heterogeneidad de la idea de bondad. Así pues, Platón la asociaba con la verdad del conocimiento, Tomás de Aquino con una virtud divina y Kant con la voluntad humana. Estas tres perspectivas —epistemológica, teológica y moral— sugieren que la bondad podría ser una confluencia de todas ellas, e incluso algo más…
No obstante, la premisa aristotélica de que la bondad es una cualidad humana resulta innegable. Esto implica que todo acto de bondad genuino emerge del logos (razón), el pathos (emoción empática) y el ethos (ética). En otras palabras, cada acción bondadosa se sustenta en una razón fundamental, una conexión empática con el otro y un marco ético que la guía.
Aunque parezca que nos hemos desviado del caballo desbocado del relato zen, en realidad nos hemos acercado a su esencia: una voluntad desenfrenada, desprovista de reflexión, es incapaz de cuestionar su rumbo o de someterse al ejercicio ponderado y armónico de la lógica, la empatía y la ética. El exceso de lógica puede derivar en un pragmatismo frío y deshumanizado. La empatía desbordada puede conducir a solidaridades vacías y automáticas. La ética extremista, por su parte, puede alimentar preceptos rígidos y sectarismos escabrosos. Ninguna de estas manifestaciones excesivas se alinea con la verdadera bondad.
La bondad, de hecho, se revela como una vía de conocimiento en sí misma. Es un lugar común afirmar que el ser humano es el único animal capaz de conocer, pero nuestra especie posee, además, la facultad singular de acceder al conocimiento a través de la bondad, así como a través de la maldad. Al ejercer la bondad de manera consciente y deliberada, integrando propósito, empatía y ética, nos apropiamos del mundo y de nuestra propia interioridad de una forma más profunda y significativa. Conocemos nuestro interior al reconocerlo en el espejo del exterior. La introspección se enriquece cuando se sitúa en la perspectiva del otro, esto es, evitando arrollar al transeúnte del relato zen.
La libertad, al igual que la bondad, es una noción compleja y sujeta a debate. A menudo se la reduce erróneamente a la mera observancia de la ley y al respeto formal de los derechos ajenos. Lamentablemente, existen leyes injustas, especialmente en contextos donde el Estado ha fallado en su función protectora y la ciudadanía se ve reducida a la mera repetición de un discurso oficial único. La historia de Johannes Fest en la Alemania nazi, y su célebre etiam si omnes, ego non (‘aunque todos lo hagan, yo no’), constituye un poderoso ejemplo de libertad moral. La libertad auténtica es inseparable de la ética, pues implica responsabilidad moral, y es inherentemente fecunda. De lo contrario, se convierte en una mera caricatura de la libertad.
La respuesta del jinete en el relato zen nos enfrenta a una perspectiva esencialmente absurda. He argumentado, previamente y en otro lugar, que parte del absurdo existencial que experimentamos tiene su origen en la maldad humana. Camus, con su característica elegancia, lo denominó la «indiferencia del mundo», pero en esencia se trata de una forma de maldad. «Pregúntale al caballo» no solo reconoce la renuncia a la libertad que implica el uso de la voluntad, facultades ambas inherentes al ser humano, sino que también remite a la sinrazón más absoluta.
El desbocado nunca responde por sus actos. Aquellos que se dejan llevar por el desenfreno suelen señalar a otros como culpables del desastre que provocan, evaden la responsabilidad personal y prefieren culpar al corcel. «Pregúntale al caballo», repiten, mintiendo y manipulando la realidad para adaptarla a su conveniencia, sin importarles mancillar la reputación de personas decentes. Los individuos impresentables se creen superiores —¿acaso no van a caballo?— y se sienten con el derecho de pisotear a cualquiera bajo los cascos de su intemperancia.
Los jinetes experimentados afirman que existe un método casi infalible para detener un caballo desbocado, y que requiere mínima fuerza: soltar la rienda de un lado y tirar con firmeza del otro lado hacia abajo, obligando al animal a correr en círculos. Esta técnica posee un profundo sentido alegórico: tal vez el origen de todo acto de responsabilidad resida en volver sobre nuestros pasos, en recapacitar, en regresar al logos.
Para concluir, evocaré una frase de Armando Palacio en Testamento literario (1929) que considero particularmente pertinente: «Cuando bordeamos un abismo y la noche es tenebrosa, el jinete sabio suelta las riendas y se entrega al instinto del caballo». Aunque pueda parecer paradójico, no lo es, pues el ser humano también es un animal. En esta frase, el caballo simboliza la intuición. No todo debe ser logos, determinación racional de un propósito. En ocasiones, la intuición puede desempeñar un papel crucial desde el ámbito de lo irracional.
Por supuesto, la intuición no siempre es infalible. A Steve Jobs le resultó y transformó la historia de la computación, pero la intuición del capitán Edward Smith (entre otros factores) condujo al hundimiento del Titanic. Discernir si lo que azuza a un caballo desbocado es el miedo, la soberbia o la intuición puede ser sumamente complejo. En última instancia, solo la sabia combinación de intuición y pensamiento analítico puede minimizar el riesgo de catástrofe.
Pregúntale al caballo… ¿Cuántas veces, ante una pregunta sobre nuestra opinión o decisión, respondemos como el jinete del relato: «Pregúntale a Fulano»? La interpretación más sombría de este cuento emerge cuando el equino simboliza el control que otros ejercen sobre nosotros. ¿Adónde voy realmente? Quizás esta pregunta merezca ser formulada con mayor frecuencia y honestidad.
© Jerónimo Alayón y El Nacional. https://bit.ly/3KcYCYv
CITA CHICAGO:
Alayón, Jerónimo. «Pregúntale al caballo…». El Nacional. 7 de marzo de 2025. https://is.gd/nGThBd
CITA APA:
Alayón, J. (2025, 7 de marzo). Pregúntale al caballo… El Nacional. https://is.gd/nGThBd