Ante la perversidad, areté existencial
Nuestra especie humana es emocionalmente muy violenta, capaz de hacerse daño a sí misma con el mismo encono con que lo hace a otros. Si sigue aquí, es porque algunos de sus especímenes han evitado que acabe consigo y con el planeta. Hay en el mundo mucho dolor generado por nuestros propios congéneres, y casi siempre a causa de intereses particulares y mezquinos. Será una historia de nunca acabar, así que cuanto antes sepamos cómo encarar el origen de la mayor parte del absurdo que vivimos, tanto mejor.
Camus planteaba que el absurdo sobreviene cuando mi anhelo de sentido se estrella contra el silencio, la indiferencia o la irracionalidad del mundo. Al tomar conciencia de este hiato existencial entre los otros y yo, cursamos la experiencia del absurdo. No es poca cosa, pues algunos llegan a resolverla por medio del suicidio.
Camus también sostenía que había que asumir el sinsentido sin aspavientos existenciales. Lejos de rehuir o negar el absurdo, hay que rebelarse contra él. No basta con otorgarle sentido al acto de vivir: hay que llenar de significado la decisión de resistir a su caos. Así pues, la asunción del hombre absurdo como respuesta al sinsentido tiene tres estadios: conflicto, toma de conciencia y rebelión.
He dicho con frecuencia que el absurdo se origina mayormente en la perversidad. Esta tiene lugar cada vez que alguien, obrando con absoluta libertad, sacrifica el bien común e inflige daño a otros. Lo trágico radica en que se lo suele camuflar con el ropaje de la bondad. Cuando el silencio, la indiferencia o la irracionalidad son la vil respuesta a un acto mío que pretendía restañar la dignidad de un trozo de mundo, surge el conflicto y, con él, el sentimiento del absurdo, esa sensación de que la vida pierde o carece de un sentido inherente.
Quedarse en este estadio es peligroso. La incuria y el desaliento suelen ser modos en los que nos suicidamos simbólicamente aniquilando el intento de resignificar la vida. El resentimiento y la sed de venganza, por su parte, son asesinatos simbólicos de nuestro interlocutor, el otro. En ambos casos, el sentimiento del absurdo nos hace forzar la nihilidad del mundo: puesto que este carece de sentido, es preciso reducirlo a la nada. Mucha de la maldad está alineada con dicho anhelo nihilista.
Por la razón que sea, lo cierto es que el deseo personal de hallar un significado y sentido superiores a la condición humana colide con la negativa del mundo a acoger aquellos sentidos planteados fuera del canon. Visto así, el mundo tendría significación solo en la medida en que sea burocrático. El ser humano es dueño de una macabra inclinación a uniformar todo (generalmente de modo mediocre). Un funcionario creativo sería, por tanto, un oxímoron. Así pues, quienes se sientan llamados a innovar y explorar nuevos derroteros experimentarán inexorablemente el sentimiento del absurdo.
A diferencia de los absurdistas, no creo que el universo y la vida carezcan de sentido. Lo tiene, pero subvertido permanentemente por el ser humano. La naturaleza nos dice que todo en ella posee una razón de ser… y somos parte de ella. El hombre, sin embargo, pareciera condenado a romper en todas las formas posibles ese equilibrio. No luchamos contra el sinsentido de la vida y el universo. Lo hacemos contra la sinrazón humana, que es peor. Nuestro esfuerzo, al cabo, radica en no diluirnos procurándonos un logos existencial frente al gran logicida, el ser humano.
Cuando tomamos conciencia del conflicto entre nuestro anhelo de logos y la sinrazón del ser humano concreto, damos inicio a la experiencia del absurdo. En este punto pasamos a una instancia menos emocional del ser en la que comenzamos a preguntarnos cómo vivir en un mundo carente de significación. Es el momento en el que decidimos racionalmente no huir ni negar el sinsentido, sino afrontarlo y asumirlo. A tal fin, es crucial autodistanciarse y objetivarse, mirarse como si fuésemos espectadores de una obra teatral en la que tenemos un papel. Este ejercicio, a menudo difícil, suele confrontarnos con nuestra propia narrativa. Nunca será agradable ver la película de cómo somos cazados por depredadores de la condición humana, pero sí muy aleccionadora.
Cuando tomamos conciencia del absurdo, es hora de rebelarnos, de conjugar la voluntad y la libertad humanas con nuestra responsabilidad moral, de convertirnos en el hombre absurdo. Quien ha entendido que el absurdo es una tragedia ética más que natural debe, en consecuencia, insurgir contra los logicidas que le arrebatan su derecho a procurarse un logos vital. En ocasiones, esto implicará accionar contra aquellos, pero la mayoría de las veces la operación de resignificar la vida no se consigue en la contienda cuerpo a cuerpo. La restauración de nuestra razón de ser existencial a menudo comienza por entender que nuestras acciones quizás deban corresponderse con otro tiempo y espacio.
La insurgencia contra el absurdo supone ser una decisión libre, ética y creativa. Sin libertad no hay rebelión. Debemos poder decidir libremente cómo resignificar nuestra vida. Tal decisión también debe estar alineada axiológicamente con nuestros valores humanos. Es aquí donde comienza el hallazgo del propósito vital, en aquello a lo cual asignamos valor moral. Si bien es cierto que el absurdo implica un diálogo con el otro, solo yo puedo otorgar o negar valor a lo que soy. Por último, la libertad moral entraña la creatividad, poder descubrir un modo personal de accionar la experiencia humana en otra dirección, a fin de llenar de sentido la vida misma.
La rebeldía contra el absurdo es, en sentido estricto, contra los logicidas. Así pues, ante ellos nos quedan dos caminos: afrontarlos o pasarlos de soslayo.
En el primer caso, no tenemos alternativas: hagamos lo que hagamos, el logicida estará ahí, día y noche, a la caza, diseñando nuevas maneras de absurdo para hacernos sentir el peso del garabato existencial que es. Es un burócrata del sinsentido y está aquí para administrarlo. Ante él somos Sísifo empujando la roca montaña arriba. Los logicidas, sin embargo, son necios. Se engañan creyendo que nos dominan. Ignoran que, mientras acarreamos la peña, pensamos… y un día terminamos por hallar el modo de dar sentido a lo que parece no tenerlo.
En el segundo caso, si bien no podemos ignorar al logicida, sí lograremos esquivarlo. En su lateralidad, donde no mira lo que hacemos porque lleva gríngolas, tenemos la capacidad de crear nuevas posibilidades para resignificar el trozo de mundo que ambos habitamos. Orientarnos hacia otros quehaceres con propósito vital precisa de una vocación de excelencia, una areté existencial. No olvidemos que los burócratas del absurdo ya renunciaron a esta. De allí que el sigilo y la discreción sean las prendas por antonomasia del hombre absurdo. A fin de cuentas, toda sedición comienza en silencio. Temible habrá de ser el murmullo de los silenciosos.
Ante la perversidad, areté existencial. Ante el administrador de vileza que cumple meticulosamente su manual de procedimientos, necesitamos encumbrar el espíritu hacia una posibilidad superior de dotar de un significado más elevado nuestra condición humana. Ante cada logicida, debemos responder creando un mundo nuevo en el que restañemos el sentido más noble de nuestra especie.
© Jerónimo Alayón y El Nacional. https://bit.ly/3KcYCYv
CITA CHICAGO:
Alayón, Jerónimo. «Ante la perversidad, areté existencial». El Nacional. 2 de mayo de 2025. https://is.gd/3xKNtu
CITA APA:
Alayón, J. (2025, 2 de mayo). Ante la perversidad, areté existencial. El Nacional. https://is.gd/3xKNtu