Belleza, silencio e inefabilidad
En nuestra eternidad interior habita un particular silencio en el que la armonía cardinal, muda, convoca misteriosamente a toda belleza posible y decible… y hay en su evocación una luz ancestral y profunda.
En nuestra eternidad interior habita un particular silencio en el que la armonía cardinal, muda, convoca misteriosamente a toda belleza posible y decible… y hay en su evocación una luz ancestral y profunda.
Si el mundo es el discurso de la armonía cardinal, el hombre es su más elevado recurso discursivo.
El alma de la belleza —armonía oculta— establece un diálogo de opuestos con la belleza explícita, con lo cual se genera un equilibrio del que escasamente tenemos una vaga intuición. Hacer arte es participar de este coloquio.
La memoria es un locus fecundus. Hace posible que el creador y el evocador engendren conjuntamente para la belleza intermitente un nuevo domicilio en el espíritu.
Siempre existe la belleza. Unas veces es evidente y otras no. La que apreciamos está soportada por otra invisible, y sin importar cuan recóndita sea esta, es imperecedera.
La belleza en el silencio del mundo inefable nos permite alcanzar intuiciones estéticas que no lograríamos de otro modo.
Sé que en algún lugar hay un mundo donde las palabras son pura luz, donde un verso es un fulgor hecho de escalas de luminosas reverberaciones posibles de leer solo en la tensión del alma a punto de romperse.
La belleza es el azogue que hace del mundo un órgano reflector de la belleza del alma.