La belleza de la lengua española
Con demasiada frecuencia, pasamos por alto aquellas cosas cuya belleza y presencia, por cotidianas, nos resultan habituales y comunes. La lengua materna es una de ellas, en nuestro caso, el español. Cuando hablamos de belleza de la lengua española, nos vienen a la mente, probablemente, algún verso célebre como aquel de Alejandra Pizarnik: «Partió de mí un barco llevándome», o el inicio de alguna novela como ese, el más entrañable de todos: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme». Sin embargo, la belleza del español está más allá, o más acá, de sus usos literarios y abarca desde su riqueza y diversidad lingüístico-cultural hasta los dominios metafóricos del habla popular.
Sin duda alguna, uno de los rasgos más significativos del español es su plasticidad expresiva. En Pasando y pasando, Huidobro habla del arte como una «estética del sugerimiento», que no es otra cosa que la creación de un concepto u obra de arte abiertos y, por tanto, susceptibles de múltiples interpretaciones. Este, me atrevería a decir, es el rasgo descollante más hermoso de la lengua española, toda vez que hace posible que el enunciado se cargue de múltiples sentidos. La nuestra es una lengua de semiosis oblicuas… una lengua que cada dos por tres convoca el escándalo de la belleza poética.
Nuestra lengua materna no es esencialmente mimética. Por lo general, cualquier sistema de signos debe serlo. Sin embargo, nuestro idioma vive en permanente sedición contra el valor denotativo del enunciado. Si llevamos a cabo un riguroso registro del uso metafórico que del idioma hace, por ejemplo, un mecánico automotriz, notaremos enseguida que en su jerga abundan los tropos. Así, por ejemplo, en algunos países hispanohablantes se llama brazo loco a determinada pieza clave de la dirección de los autos, y uno se pregunta, la primera vez que oye el término, si algo controlado por semejante pieza no puede terminar mal…
De niño, recuerdo que una vez falló la electricidad en casa y llegó don Benito, un gallego que oficiaba bien de electricista. Después de un rato mirando sesudamente aquel cajetín y su maraña de cables, dijo: «El problema está en una de las dos patas de la cuchilla». A mis diez años, la electricidad se resumía para mí en la imagen rocambolesca de una navaja con piernas. Lo curioso de todo es que el Diccionario de la lengua española, publicado por la Real Academia Española, al menos en su actual versión online, no contempla ninguna acepción para el peculiar artilugio eléctrico, pese a que en algunos países latinoamericanos llamamos cuchilla o canilla al tan común interruptor de las líneas de alta tensión. Por supuesto, no diré una sola palabra de los enchufes machos y hembras ni de lo que entre ellos acontece…
Sin embargo, pocas experiencias pueden ser tan surrealistas en lengua española como ir de farra con los amigos. En Madrid, uno puede tener la mala pata de verse involucrado en un zafarrancho con un gato y pasar la noche en la comisaría. En Buenos Aires, nos podemos encontrar apiñados en un local nocturno, exiguo de espacio, en el que no faltará el boludo que se cague de la risa después de unas birras. Si el jolgorio es en Bogotá, toca al día siguiente echar un cable al compañero con guayabo por tener mala bebida. La rochela en Caracas comienza con los mayores echando un pie, mientras los jóvenes se echan unos palos, y nunca falta el mamador de gallo. Y en Santiago, cuando concluye la fiesta, a los curados se los reconoce por su caminar ladeado. En definitiva, el registro coloquial del habla española está poblado de eso que el Dr. Gideon Burton ha llamado silva rhetoricae, el bosque retórico.
Un factor notable que contribuye a la plasticidad expresiva de la lengua española es su riqueza léxica. Es difícil estimar el caudal de palabras que tiene nuestro idioma, pero las apreciaciones van de poco más de noventa mil a trescientas mil. Con semejante repertorio lexical no solo es posible lograr altísimos niveles de precisión semántica, sino que se favorecen relaciones de campos significativos más ricas y plurales como el de la asimilación de semas en la sinonimia o la contrastación en la antonimia.
La diversidad sémica es también un rasgo de belleza lingüística. En su obra Buenas y malas palabras, Ángel Rosenblat cuenta la sabrosa anécdota de un venezolano que, llegado al local de un barbero en Vigo, pidió que le afeitaran la barba. Siendo interpelado sobre si lo quería apurado, el cliente respondió que sí, muy apurado. Así se pasó el tiempo hasta que finalmente entendió el viajero que, en España y América, apurado tiene valores sémicos casi opuestos, pues en la tierra de Cervantes significa ‘esmerado’, mientras que, en tierras americanas, salvo alguna excepción, significa ‘apresurado’.
Hablando de polisemia, quizás ninguna otra lengua neolatina o anglosajona —por hablar solo de las lenguas geográficamente más cercanas— pueda igualar el copioso patrimonio sémico de la palabra pasar. Con sus sesenta y cuatro acepciones, es la reina del Diccionario de la lengua española. Le sigue a cierta distancia el lema mano, con sus treinta y seis acepciones y la nada despreciable suma de 371 formas complejas, todo un reto nemotécnico para nativos y foráneos del idioma.
Por los aledaños de la lexicografía se halla la intrigante parcela de las palabras raras y hermosas del español. Mis favoritas son serendipia, ‘hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual’, seguida de arrebol, ‘color rojo de las nubes iluminadas por los rayos del sol’. Otras como melifluo, inefable, efímero, hierofanía, inverecundo, obsecuencia, quimérico, evanescencia, quesiqués, tintineo, rifirrafe e iridiscencia están en franca rivalidad por su belleza de sonido o significado.
La competencia por las palabras más largas seguramente la llevan ganada el alemán y el húngaro, pero en español no nos quedamos atrás: electroencefalografista es la palabra más larga de nuestro idioma con veintitrés letras y diez sílabas, seguida por esternocleidomastoideo y anticonstitucionalidad, que tienen veintidós letras y nueve sílabas. Y no faltan las palabras que se niegan a dejarse traducir a algún idioma como el inglés: anteayer solo es posible como the day before yesterday, y por el estilo ocurre con madrugar y trasnocharse.
No es, sin embargo, la sola belleza de sus palabras donde radica el valor estético de nuestra lengua materna, sino en un rasgo sintáctico heredado del latín y cultivado con gran relieve en el Renacimiento y Barroco españoles: el hipérbaton, una alteración del orden lógico de la oración. Baste recordar como ejemplo aquel célebre primer cuarteto del soneto quevedesco Mil veces callo que romper deseo: «Mil veces callo que romper deseo / el cielo a gritos, y otras tantas tiento / dar a mi lengua voz y movimiento, / que en silencio mortal yacer la veo».
Y ahora que rozamos una de las cimas poéticas del Siglo de Oro español, no podríamos despedirnos sin dejar aquí el que quizás sea el más recordado de los sonetos quevedescos, y el que, solo él al principio de este artículo, se habría bastado por sí mismo para explicar en tan solo 91 palabras la belleza de la lengua española, tarea que a mí me ha llevado tres cuartillas…
Amor constante más allá de la muerte…
Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;
mas no de esotra parte en la ribera
dejará la memoria en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas, que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán cenizas, mas tendrán sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.
© Jerónimo Alayón y El Nacional. https://bit.ly/3KcYCYv
CITA CHICAGO:
Alayón, Jerónimo. «La belleza de la lengua española». El Nacional. 15 de agosto de 2025. https://is.gd/8yIAGs
CITA APA:
Alayón, J. (2025, 15 de agosto). La belleza de la lengua española. El Nacional. https://is.gd/8yIAGs